domingo, 29 de agosto de 2010

Capitulo IV


La coherencia comenzó a llegar lentamente a los pensamientos de Alonso los que, de a uno, se iban acomodando; la mayoría de ellos eran preguntas.
Volvió a tocar su cabeza, sacudiendo suavemente la cabellera, con la palma de la mano Vio caer de ella una tenue lluvia de laminitas rojas. Se puso de pie y bajó por el barranco para lavarse en el río. El agua fría despejó un poco más su mente y atenuó el dolor, aunque en forma poco suficiente. Meneó su cabeza, violentamente, en gesto de negación, para expeler el líquido excedente de sus cabellos. En uno de los vaivenes algo llamó su atención y le hizo detener la acción. A unos veinte metros de distancia, en la orilla del Jarama, un bulto blanco contrastaba contra el verde ceniciento de los juncos. Se dirigió hacia allí y descubrió a Ordoño, tirado en el suelo boca abajo y con sus piernas cubiertas por la suave corriente de agua de un remanso de la costa. De su cabeza descendía, como el croquis de un arroyo, un delgado hilo de sangre.
A duras penas pudo Alonso girar el cuerpo del hombretón y arrastrarlo hasta sentarlo contra una pared, algo empinada, del barranco. Tomó la camisa que guardaba en su saco, la mojó, lavó con ella la sangre de la herida de la cabeza del monje y le humedeció la cara.
Al cabo de un rato, entre quejas de dolor y algunos desvaríos, Ordoño comenzó a reaccionar. El joven se hallaba sentado a su lado. Atento a una reacción de él, lo tomó del brazo para evitar que tocase su herida con sus manos enguantadas en barro.
¡No! Hizo señas con la cabeza Alonso. Ordoño intentó ponerse de pie, pero cayo pesadamente sentado contra el barranco. El joven extendió su brazo con la camisa húmeda en su mano, para que el monje se aseara con él las suyas. La tarea duró algunos minutos ya que el muchacho, reiteradamente, acudía a la corriente de agua para enjuagar la tela y volvérsela a llevar al hombre.
- Te agradezco mucho lo que estás haciendo, hijo.- Logró balbucear este último.
La presencia de ánimo había regresado a Ordoño, lo suficiente como para permitirle hablar.
- ¿Qué ha ocurrido?- Le preguntó al joven.
Alonso se encogió de hombros, no por no recordarlo, sino porque en la noche anterior había pasado, casi instantáneamente, del sueño al desmayo, sin llegar ni siquiera a registrar algo para olvidar. Extendiendo el mentón hacia delante interrogó, a su manera, al monje.
- Mis recuerdos son vagos y confusos.- Dijo este. -Mientras dormía sentí algo que retumbó en mi cabeza como un derrumbe y quedé semiconsciente, luego pude ver al viejo, nunca me fié de él acotó, que tomaba un madero del suelo, se acercaba hacia ti y te asestaba un tremendo golpe en la tuya. No podía hacer nada, mi cuerpo estaba tieso ¡Ay si pudiera tener a ese ruin entre mis manos ahora!-
Alonso escuchaba atónito y desolado, no podía creer lo que el monje estaba contando, sus sentimientos hacia Tiago, hasta ese mismo instante y aún sin conocerlo mucho, eran de aprecio.
La mente necesita de tiempo para elaborar los razonamientos que cambian a los sentimientos, pensó.
En ese momento debería odiar al viejo pero antes, para hacerlo, debería entender el porque del ataque. Ordoño continuó relatando sus magros recuerdos:
- Luego sentí que algo tiraba de mis piernas y me arrastraba por el suelo. Debo haberme desmayado en ese momento, porque después de eso recuerdo, solamente, que me desperté sumergido en las aguas del río y pude nadar, con desesperación y pocas fuerzas, hacia la orilla. Todo lo que sucedió a partir de ese momento es olvido, hasta el despertar bajo tus atenciones, las cuales vuelvo a agradecer.-
Alonso escuchaba el relato con la mirada fija en un punto inexistente ¿Tiago? ¿Tiago? Se peguntaba ¿Por qué habría cometido, el anciano, ese acto de tal bajeza contra él? ¿Con qué fin? ¿Para robarles? Las preguntas se arremolinaban dentro de su cabeza en torno a la incredulidad, la pesadumbre y el comienzo del marchitamiento de su corazón. Pasaron un largo rato sentados, pensativos y callados, observando, como hipnotizados, la continuidad monótona de la corriente de agua que desfilaba frente a ellos.
Ordoño se puso de pie y, tomando del brazo al joven para ayudarlo a levantarse, le dijo:
- ¡Vamos! Debemos proseguir rapidamente para tratar de alcanzar a esa sabandija y averiguar porqué hizo lo que hizo.-
Alonso se negó a ponerse de pie, para darle a entender que quería quedarse descansando un momento más, pero el monje le dijo:
- Debemos irnos ya, si le damos mas tiempo quizás no lo hallemos nunca.-
El joven finalmente asintió y se puso en movimiento, sin embargo, pensó que lo mas probable era que Tiago hubiera huido por el camino por dónde habían llegado u otro diferente al que llevaban, él en su lugar habría hecho eso.
Caminaron barranca arriba, Ordoño encontró su alforja bajo el árbol donde debería haber despertado, la recogió y revisó su contenido, todo estaba en su lugar.
¡Qué extraño! Pensó Alonso.
Cuando ya la tarde comenzaba su recorrido, retomaron la caminata que habían abandonado el día anterior. Al joven cada paso le pesaba como si estuviera caminando sobre un pantano. De todos los dolores a los que su vida lo había expuesto, ninguno le parecía mas fuerte que el de sentirse traicionado por un corazón amigo, ya le había sucedido alguna vez, pero él prefería correr el riesgo, siempre, de confiar para obtener el premio de la amistad, a mirar a todos con sospechas, esperando que demuestren su bondad y vivir en soledad.
Había confiado en Tiago, por consejo de su propio corazón, casi desde el primer momento y él, abusando de eso, le pagó con un acto de perfidia, pensó. Se sentía un tonto. Le había confiado también uno de sus poderosos secretos, el hechizo de resucitación ¿Habrá sido por eso que el anciano se comportó así? Se preguntó ¿Habrá sospechado la existencia del libro mágico y por eso quiso robárselo? Eso explicaba, razonaba el joven, porque luego de marcharse de la posada, el viejo nunca había mencionado nada acerca de lo sucedido con la niña y lo acontecido la pasada noche, con sus libros y su saco.
Mientras caminaba la cabeza de Alonso iba comprendiendo los acontecimientos; Tiago buscaba un libro de hechizos que creía que yo poseía, se dijo, por eso no tocó la alforja de Ordoño ¡Pobre el alma humana cuando se hace frágil ante la tentación de tener poder! Pensó, el poder aísla el corazón.
Paso a paso los viajeros seguían caminando, Ordoño buscaba, infructuosamente, huellas de Tiago.
Cuando el sol ya estaba gigante y rojo, detrás de la bruma que algunas tardes sobrevuela el horizonte, divisaron una humilde casa de unos campesinos y allí se dirigieron. Por unas pocas monedas, consiguieron alimento y permiso para pasar la noche en el pesebre, junto a los animales. Si bien esa era una compañía no muy deseable, era mejor que otra intemperie nocturna más.
Aunque la amargura de Alonso debería haber alimentando su insomnio, el cansancio y el dolor corporal, lo hicieron quedar rápida y profundamente dormido.
Por la mañana, al rato de despertarse, el dolor en la cabeza del muchacho había disminuido, pero la opresión que la congoja ejercía contra su pecho, era mucho mayor que la del día anterior. Ordoño casi no mostraba síntomas de su golpe.
Comieron algo de pan, bebieron agua y comenzaron a proseguir su travesía.
El monje contó al joven que había interrogado a los campesinos, la noche anterior mientras él dormía, acerca de si habían visto a Tiago, pero estos le respondieron negativamente.
Cuando retomaron el sendero, el sol estaba brillante y cálido, y el cielo techaba la mañana con un azul perfecto; pero esto a Alonso poco le importaba. El paisaje por el que transitaban cambiaba gradualmente, se estaban alejando del río, tomando una ruta que los llevaría al Tajo aguas abajo de la desembocadura del Jarama, la cual les ahorraría un buen trecho. De tanto en tanto el camino subía y bajaba por algún morro y, en otras ocasiones, los atravesaba como la herida de un cuchillo, por algún pétreo pasillo sin techo.
Justamente cuando los dos viajeros caminaban dentro de uno de ellos, un par de sombras humanas saltaron, sorpresivamente, desde la escasa altura de la pared. Alonso cayó de bruces en el suelo, por el golpe que uno de ellos le dio en la espalda. Rapidamente pudo darse vuelta y vio, parado frente a él, a un hombre que blandía su espada y estaba a punto de asestarle una estocada; pero el brazo de Ordoño se anticipó a esa acción. El monje abrazó al villano por el cuello y, con la mano libre, le dio un puñetazo, de pleno, en la cara. Al soltarlo el hombre cayó, semiaturdido, contra una de las paredes del pasadizo; el otro atacante, mostrando huellas de un golpe que también le había dado el hombre, logró tomar del brazo a su cómplice y ambos se dieron a la fuga corriendo. El monje, preocupado más por el estado del joven que por atrapar a los bandidos, no intentó detenerlos y se acercó hasta donde este estaba tirado. Alonso le hizo señas de que se encontraba bien y, en el mismo instante, escucharon el repiquetear de los cascos de dos caballos alejándose.
- ¿Crees que te buscan a ti?- Interrogó Ordoño.
Alonso meneó negativamente la cabeza, no encontraba motivos para que alguien sea su enemigo.
- Yo tampoco creo que me busque nadie.- Dijo el monje.
Todo era confusión para el muchacho. Era un hombre pacífico y, lo que no le había sucedido nunca en toda una vida, le había pasado dos veces seguidas. Nunca había sufrido ningún acto de violencia en contra suyo ¿Quiénes eran esos hombres? Se preguntó.
Ordoño lo ayudó a levantarse y Alonso le dio a entender que le agradecía por haberle salvado la vida.
- Bueno, pongamos que estamos a mano.- Dijo el hombretón sonriendo.
El joven también sonrió.
Se sacudieron el polvo de las ropas y retomaron su ruta.
Durante el resto de ese y el siguiente día de travesía no sucedió nada extraño. Alonso, poco a poco, fue superando los feos sentimientos y olvidándose de Tiago.
Bendito sea el tiempo que perpetua los recuerdos gratos y sepulta los mortificantes, pensó el joven.
Ordoño le contó al muchacho las campañas épicas de su orden y narró las historias de los más encumbrados caballeros que la formaron. Al correr de las horas, Alonso fue sintiendo cada vez mas respeto y afecto hacia el monje.
La tarde del último día de viaje, mientras caminaban alejados de la corriente del río, subiendo una pendiente llegaron a un camino que se elevaba bordeando un peñón y dejaba, a su derecha, un precipicio. Al doblar una curva cerrada se detuvieron y, regocijados por lo que apareció ante sus ojos, se sonrieron mutuamente. A unos pocos cientos de metros adelante se presentaban el Tajo y el puente de Alcántara con su nueva torre de estilo mudéjar.
Habían llegado a Toledo.

jueves, 26 de agosto de 2010

Capitulo III


El mediodía resultó ser más fresco que el anterior. Alonso notó que Tiago, en ningún momento, manifestó intención de detenerse. Al joven el hambre empezaba a molestarle pero, por los acontecimientos ocurridos, no se habían pertrechado en la posada, de ningún futuro bocado.
Al llegar a la orilla de una laguna Alonso llamó la atención de Tiago y, uniendo el pulgar de su mano derecha con los cuatro dedos restantes, le hizo claras señas de que quería comer. No tenían nada. El anciano dijo:
- Quédate aquí un momento, soy un experto cazador, volveré con algo.-
Acto seguido desapareció detrás de unas genistas. Alonso se rió de la única forma en que podía hacerlo, en silencio ¿Qué podría cazar este anciano sin armas? Se preguntó. Tomó una de las flores amarillas de los retamos, entre los cuales había pasado Tiago en busca de una presa, y con una ramita presionó la base de los pétalos, como solía hacerlo de niño. La flor estalló lanzando una diminuta nube de polvo
¿Se asustarán las abejas cuando las cubre de esa forma tan violenta, el polen? Pensó.
Al cabo de unos minutos, durante los que Alonso se entretuvo con las flores y observando la rutina de unas garzas en su pajarera, en medio del agua, el anciano regresó con un conejo enorme y tan gordo, como pudiere serlo uno de ellos. El muchacho quedó intrigado acerca de como lo había cazado, pero el hambre que tenía evitó cualquier análisis de la situación.
Tiago sacó un cuchillo de entre sus ropas y desolló al animal sin vida, mientras Alonso, encendía una fogata con su yesca y unos pedernales.
El muchacho devoró más de la mitad, de la mitad del banquete, el anciano solo un poco. Reservaron medio conejo para la noche, ya que no encontrarían ninguna posada en su camino.
Satisfechos y algo cansados, ante una sugerencia de Tiago, se aprestaron a dormir una siesta. Nada los apuraba y el sol, en ese horario, arreciaba calurosamente. Buscaron cada uno un árbol, no les resultó difícil hallarlo, abundaban los álamos y los sauces blancos, se sentaron contra él y cerraron sus ojos.
Al cabo de una larga hora y ya puestos de pié, reanudaron su marcha, uno en total silencio y, el otro, envolviendo todo con su continuo manto discursivo. De tanto en tanto Tiago decía algo graciosos y ambos reían.
Ya había comunión entre ambos hombres. Habían cultivado su relación por más de veinticuatro horas, eso a Alonso le resultó suficiente. Cuando la casualidad pone ante uno un corazón complementario, la amistad nace madura y no necesita del tiempo, pensó el joven.
A media tarde el muchacho se sintió algo fatigado, hizo señas a Tiago de descender por el barranco que acompañaba longitudinalmente al río al cual, a su vez, copiaba el sendero, para beber algo de agua. Así lo hicieron. A esa altura el Jarama se presentaba bastante torrentoso, por lo que tomaron los recaudos necesarios como para no caer en las aguas.
- ¡Vaya! ¿Dónde está la juventud?- Dijo el viejo burlonamente, mientras el joven, agachado, bebía sorbos de agua del cuenco de sus manos.
Alonso sonrió, se puso de pié y asestó un suave empujón a Tiago como diciendo ¡Anda, anda, calla tu bravucona boca y sigamos!
El anciano también sonrió.
No habían terminado de trepar la pendiente que los llevaba nuevamente al sendero, cuando vieron una silueta blanca que se acercaba, desde la dirección de la que ellos habían venido. Se quedaron inmóviles y alertas, vigilando al que recién estaba llegando, No abundaban, en esa zona, los salteadores de camino, pero nunca estaba de más un poco de prudencia.
A medida que se acercaba pudieron reconocer mas detalles de su figura. El hombre era alto y corpulento, una espesa barba entrecana alfombraba sus facciones. Estaba cubierto con una túnica blanca- en cuyo pecho se veía una cruz de Calatrava negra, con sus flores de lis rematando cada uno de sus extremos.
A Alonso le pareció ver un gesto de disconformidad en la expresión de Tiago ¿No querría tener mas compañía? Pensó.
- Ultreia!- Dijo el hombre
El muchacho deseó contestar et suseia, pero solo saludó con un movimiento de su cabeza; el anciano no respondió, lo que no provocó alteración alguna al encuentro, no eran comunes los buenos modales.
-Voy camino de Toledo.- Dijo el hombretón. - Soy Ordoño de Fitero, monje. - Acotó para explicar lo curioso de su vestimenta -¡Alabado sea Dios que me permite gozar de compañía! Si ustedes lo permiten ¿Hacia dónde se dirigen?-
- Vamos camino de Toledo también.- Respondió el anciano con un tono muy circunspecto.- Me llamo Tiago, no nos vendría mal la protección del señor en nuestra caminata.- Remató poco convencido de lo que decía.
- El señor siempre te protege.- Contestó el fraile con algo de sarcasmo.- Sin necesidad de que yo te acompañe.-
Tiago calladamente emprendió la caminata, lo que obligó a los otros dos a hacer lo mismo.
Curiosamente, durante la travesía, el viejo casi no habló; si lo hizo el hombretón. Contó como su orden había rescatado Calatrava del dominio de los moros, habló de Don Raimundo, un antiguo abad del monasterio cisterciense, del monje Diego Velásquez y del maese Juan González. Hablaba con orgullo y emoción. Alonso estaba fascinado con sus historias, Tiago no podía disimular su gesto adusto.
- ¿Y tu como te llamas?- Preguntó Ordoño al joven.
Mediante señas quiso el muchacho advertirle acerca de su incapacidad, pero Tiago se anticipó.
- No puede hablar, es mudo, se llama…-
El anciano cayó en la cuenta de que tampoco sabía su nombre.
- ¿Cómo te llamas, muchacho?- Interrogó.
El joven tomó una rama seca del suelo y, en él, escribió su nombre. Ante lo curioso de la situación Tiago sonrió, luego de algunas horas de no haberlo hecho.
- Alonso…- Dijo el viejo.- Mira tu que nombre te has traído, me gusta.-
La noche se avecinó callada y repentinamente, los tres hombres acordaron casi tácitamente, detenerse bajo el refugio de un monte ralo que se les presentó delante de ellos, a la vera del barranco del río. No muy lejos de allí, a juzgar por el sonido de las aguas, debería estar el lugar donde el Jarama se suicidaba continuamente para hacer crecer al Tajo.
Encendieron unos leños y, a su abrigo, compartieron el trozo de conejo, que habían guardado del mediodía, y unas hogazas de pan sin levadura, que el religioso traía en su alforja.
El cansancio es el libretista perfecto del silencio. Durante la cena y los ratos siguientes, nadie habló. Al cabo de un tiempo, satisfechos, se colocaron en la posición de dormir, sentados cada uno con la espalda contra el tronco de un árbol y,
de dos en dos, sus ojos se fueron cerrando.
El dormir de Alonso no era liviano, siempre soñaba hasta la mañana sin sobresaltos. Esa noche, extrañamente, un ruido cercano lo sobresaltó. Al tiempo que intentó abrir los ojos, un golpe retumbó en su cabeza y la oscuridad total lo inundó. No pudo, ni siquiera, escuchar el sonido de la rama quebrándose contra su cabellera. Vaya a saber cuanto tiempo estuvo inconsciente.
El haz de sol que penetraba por la copa del álamo, que se alzaba sobre Alonso, le regaba la frente con numerosas gotas de transpiración. Con mucho esfuerzo, luego de un rato de haber recuperado su consciencia, pudo abrir los ojos. La mañana ya era plena. Estuvo un largo tiempo tirado en el suelo, tratando de reconstituir sus pensamientos acerca de lo que había sucedido. No pudo recordar nada. Tocó su cabeza y unas escamas de sangre seca quedaron en sus dedos. Lentamente logro ponerse de pié, el dolor que sentía era fuerte, deseaba poder pronunciar el hechizo que lo librara de él “Retadel jocoa”.
A su lado vio su bolsa y sus libros esparcidos sobre la broza, los revisó y comprobó que no faltaba ninguno. Quiso gritar nombres ¡Tiago! ¡Ordoño! No pudo. Recorrió, dificultosamente, las cercanías del lugar sin encontrar a nadie. No hallaba señales de los dos hombres.

miércoles, 18 de agosto de 2010

Una convocatoria literária. Este Jueves un relato: Historias para no dormir


El silencio del monte que rodeaba la solitaria casa era interrumpido, continuamente, por el zumbido de la calefacción central que la abrigaba. Adentro, René estaba sentado frente a su ordenador; eran las 19:32 de un invernal Jueves muy frío, lo que hacía mas agradable la templanza de la habitación. Afuera, la oscura noche había caído de golpe olvidándose de traer su luna.
Cerró su casilla de correos, ya había terminado de utilizarla, había enviado el presupuesto que le solicitaron, respondido algunas bromas de sus amigos y eliminado tres cadenas de mails en las que le auguraban que, si las continuaba, se le aparecería en la puerta Sharon Stone, semidesnuda, con una botella de Chianti y una paella recién hecha.
Se dispuso a vivir un momento agradable. Desde hacía un tiempo se había unido a un grupo de bloggers que, todos los Jueves, haciéndose eco de una consigna lanzada por uno de ellos, componían un relato al cual todos leían y comentaban, en un ejercicio agradable y enriquecedor, de enriqucer la imaginación, el espiritu y la inteligencia.
Hizo clic en el botón izquierdo y el blog de Gustavo apareció en la pantalla, lo recorrió hacia abajo para ver la lista de los participantes del relato de ese día. Con asombro vio que figuraba uno solo, “Se animaron este Jueves” decía y, debajo: “Mefisto”.
¡Qué extraño! Pensó René, un nuevo integrante del grupo, Gus ni nadie habían hecho alguna referencia acerca de él, ni le habían dado la bienvenida. También le resultó curioso que no hubiera relatos de Susus, Cass, Yonky, Tésalo, Natalí, ni de los demás participantes habituales.
Posó el cursor sobre el nombre del nuevo miembro y clickeó. El enlace lo llevó a otra pantalla donde, sobre un fondo rojo, se veía otro. Es un link de Facebook, pensó René, este muchacho no entendió nada. Volvió a utilizar el ratón y una nueva página se abrió ante sus ojos ¡Era su propia cuenta! ¿Cómo puede ser? Se dijo ¿Cómo de un link se puede llegar a mi Facebook sin necesidad de contraseña? Eso le causó cierta preocupación, pero como no era un experto internauta pensó, debe ser porque estoy usando mi computadora, desde otra no debe suceder esto.
En la parte superior de la pantalla observó que tenía una nueva solicitud de amistad, la abrió y apareció “Mefisto quiere ser tu amigo”. Obviamente este chico no ha entendido nada, dijo sonriendo, y la aceptó. Las luces de la casa chisporrotearon por un segundo y, luego, todo quedó a oscuras. Extrañamente el ordenador seguía encendido.
¡Joder! Dijo René, otro corte de energía. De inmediato advirtió que el aparato no debería seguir encendido ¿Estará conectado a otra línea de electricidad? Se preguntó. ¡No puede ser! Entre el temor que le causaba la oscuridad y la ausencia de una explicación lógica sobre lo que estaba sucediendo, su nerviosismo comenzó a crecer.
Debo desconectar el equipo. Se hincó debajo de la mesa y quitó el enchufe del tomacorriente.
- Pero ¿Qué pasa? Dijo luego de haberse erguido.
El aparato seguía encendido. Se paró frente a él y vio, un tanto desconcertado, como la pantalla se puso negra y, en unas letras rojas que simulaban estar hechas de sangre chorreando leyó “MORIRAS ATERRADORAMENTE, HOY”.
Un repentino temblor estremeció su cuerpo, en la oscuridad de una noche tan pronunciada, el brillo del mensaje invadía toda su visión. De pronto siente que una mano helada se posa en su hombro, al darse vuelta, tiritando, vio una silueta alta, escalofriante y oscura que, luego de sonreírle fugazmente, desapareció.
Sentía en sus sienes como fuelles inflándose y desinflándose, un nudo se estrechó en su garganta y un terrible cosquilleo de adrenalina, recorría toda su piel. El tenue resplandor rojizo, que iluminaba apenas la habitación, le permitió distinguir la puerta. Solo pudo pensar en correr hacia ella y dejar la casa, así lo hizo. Palpó sus bolsillos y encontró las llaves de su auto, huiría en el.
La oscuridad y el silencio eran absolutos, intentó avanzar pero, luego de dar tres pasos, tropezó sin saber con qué. Cuando se puso de pie nuevamente, había perdido toda noción de su ubicación. Escuchó que unos pasos se dirigían hacia él. Avanzó a tientas, con los brazos extendidos hacia delante, horrorizado. En su camino palpó y esquivó un árbol, y otro, y otro, el sonido de los pasos seguía tras él.
¿No hay estrellas? ¿Cómo no hay estrellas? Se preguntó espantado ante tan negra oscuridad. Otro ruido lo hizo detenerse bruscamente, no podía creer lo que escuchaba; a corta distancia el rugido de un león sonaba como un trueno. Quedó petrificado, los pasos detrás suyo, el león delante. De repente una risa fantasmagórica retumbó muy cerca de su oreja derecha. René lanzó un alarido de terror. Gritó ¡Por favor, por Favoooooor!
Nunca había sentido tanto miedo, quería morirse en ese instante, aunque su instinto lo hacía desear, como nunca, permanecer con vida.
Comenzó a avanzar, sin saber hacia donde lo hacía, tropezaba, caía, se arrastraba, se erguía, volvía a caer; sentía que, de tanto en tanto, algo helado le tocaba alguna parte de su cuerpo. Los sonidos eran ensordecedores. Sin saber como y con su corazón en un estremecedor galope, llegó, nuevamente, hasta la puerta, logró abrirla y se arrojó en el piso de la habitación. Vio una sombra mas oscura entre las sombras que se le acercaba como flotando sobre el suelo, cuando estuvo frente a él dijo “tu me has regalado tu alma, he venido a llevármela”.
El inmenso dolor en el brazo izquierdo y en el pecho fue lo último que René sintió.
Dos días mas tarde lo halló la policía tirado en el piso, con los ojos desorbitados, y una mueca de terror en su cara. Muerto. En la habitación todo estaba en orden, lo único que extrañó a los oficiales, es que todas las luces estaban encendidas y el ordenador también. En la pantalla se podía leer “Una convocatoria literaria. Este Jueves un relato. HISTORIAS PARA NO DORMIR”.

martes, 17 de agosto de 2010

Capitulo II


La despedida entre Alonso y Onofre fue acorde a la relación que había unido al bruto con el mudo; jamás habían tenido diálogo sabroso alguno, uno por no tener cosas interesantes que decir y otro por no poder hacerlo. Alonso se colgó su zurrón, con una muda de ropas y sus libros, en el hombro y comenzó su retorno hacia Toledo. Había vivido cuatro meses con el herrero.
Sus pasos firmes tenían la regularidad que impone la llanura, pero no llevaban prisa. Si bien lo alentaban las buenas noticias acerca de la desaparición de la epidemia de peste, sabía que lo esperaban varias jornadas de un agotador viaje, y que debía administrar sus fuerzas.
Al tiempo que se alejaba de la pequeña aldea de Arganda, el sol primaveral daba el presente en la mañana. Por el angosto sendero, impreso en el suelo de piedra por el repetido paso de los cascos de los caballos, llevaba una marcha casi constante deteniéndose, de tanto en tanto, para sorber agua de algún arroyo, hasta que llegó a orillas del Jarama y lo cruzó por un puente de madera. A su derecha, en la lejanía, el cerro de las Coberteras parecía despedirlo del lugar.
Su mente iba absorta en las tribulaciones que lo apesadumbraban desde hacía un tiempo, desde aquella noche en que había descubierto el secreto que Onofre guardaba y que creía seguir guardando, en el cofre.
¡No se puede destruir un libro que ya ha sido leído! Se decía repetidamente.
Recordaba cada uno de los hechizos que había encontrado en el manuscrito y, aunque sabía que nunca iban a salir de su boca, bien podría alguien también haberlos recordado y hacer que dejen de ser un secreto. Por lo que a él atañía, nunca se deberían usar, es peligroso torcer los destinos, pensaba.
Al mediodía, con sus sienes humedecidas por el sol, detuvo su andar y en el refugio de la sombra de un sicomoro, se sentó recostando su espalda contra el tronco y procedió a alimentarse con un tentempié, que Onofre le había preparado. Un poco por el cansancio y otro por la modorra que produce el bocado, empezó a entrecerrar sus ojos y, finalmente, le sobrevino la siesta.
Sin real consciencia del tiempo transcurrido en su letargo, se despertó sobresaltado por el crujido de una rama al quebrarse. Alonso dirigió la mirada hacia el lugar, no muy lejano a él, de donde procedió el ruido y vio a un hombre acercándose; era alto, muy alto, delgado, con los pómulos muy marcados, con unas densas cejas y una larga cabellera negras. Tendría unos 65 años, aunque sus movimientos eran enérgicos y su aspecto juvenil. Mientras Alonso se ponía de pie, por precaución, el hombre se detuvo frente a él y, con una amplia sonrisa, le dijo:
- ¡Buen día! Viajero. Mi nombre es Tiago, de las torres de Don Pero Xil, voy camino a Toledo.-
Alonso, relajado por la amistosa sonrisa del extraño, mediante señas que el hombre comprendió, le manifestó su incapacidad para hablar y que él también se dirigía a Toledo.
- No te apenes.- Dijo el anciano.- Me dicen siempre que callo poco pues, entonces, puedo hablar por ti y por mí, si aceptas que te acompañe en la travesía.-
El joven rió calladamente y asintió con la cabeza; tomó su saco y reanudó la caminata con su nuevo compañero.
Tiago no había exagerado en lo mas mínimo, hablaba continuamente, le hacia mal estar callado según él mismo había dicho. Esto a Alonso lo alegró mucho, hacía tiempo que no escuchaba historias interesantes. El viejo le contó de su niñez en los Studio de Palencia, de su vida como traductor, de su esposa y sus tres hijos que lo esperaban en su aldea y de su paso por Toledo para, de allí, dirigirse hacia el sur de regreso a su casa. Esto último le generó un instante de intranquilidad a Alonso ¿Qué estaría haciendo por el lugar aquel hombre? Mas esos negros pensamientos se alejaron al observarlo, era un hombre culto y su mirada transmitía honestidad.
El entretenido avanzar ya los había llevado a ingresar en la comarca de La Sagra. Bajo los penúltimos rayos de sol llegaron a una posada, en Ciempozuelos, donde por el valor de unas pocas monedas, cenarían y pernoctarían, la cual Alonso conocía del viaje de ida hacia la aldea de Onofre.
El posadero los recibió con un gesto agrio ¡Qué extraño! Pensó el joven, la última vez que había estado, había mostrado un carácter amable y jubiloso. Cuando ingresaron a la posada la mujer fregaba unos trastos y, ni siquiera por curiosidad, dejó de darles la espalda. Eso también lo extrañó.
Al rato de estar en el lugar a Alonso le llamó la atención, también, que no estuviera correteando por la casa la pequeña, dulce y pecosa, hija de los posaderos. Incapaz de formular pregunta alguna, se limitó a esperar que el tiempo le mostrara lo que estaba sucediendo en el lugar. Tiago seguía conversando sin advertir nada extraño.
La noche se hizo cada vez más evidente. Saciados por el espeso guiso que les había servido la mujer y fatigados por la caminata del día, los dos viajeros estaban por retirarse a dormir cuando, de repente, de un cuarto contiguo, se escuchan unas suaves toses. La ventera entró en el cuarto con un cuenco de agua, al rato surgió por entre la penumbra de la puerta y, con los ojos cegados por las lágrimas, le dijo a su esposo:
- ¡Mi niña se muere, mi niña se muere!
Tiago y Alonso se dirigieron a la habitación. En ella yacía la pequeña y pura muñequita, pálida como una vela e hirviente como un caldero.
A Alonso se le oprimió el corazón, no resistía ver el sufrimiento de la chiquita y de sus padres, recordaba el hechizo de sanación, podría salvarla, pero se había prometido que nunca los revelaría. Si pudiese hablar… Se encerraría a solas con la pequeña y la curaría, sin que nadie supiera como, pero así como estaban las cosas la única forma sería escribiéndolo y que otro lo dijera, aunque no debía confiar en nadie.
Volvió al cuarto donde habían estado comiendo, se sentó a la mesa y, curioso hecho, se sirvió una copa de vino.
Su mente transitaba por la penumbra de la disyuntiva ¿Entregaba uno de sus secretos o condenaba a la niña? Ambas cosas caerían, negativamente, sobre su consciencia. Bebió otro sorbo más de vino.
La visión de la desgracia tangible, aunque pudiera ser menor, siempre es mayor que la de la imaginable. Sacó de su bolsa un trozo de papel de Xátiva, tinta y una pluma y escribió “Haraneo atsa”, el hechizo de sanación. Se levantó del banco, tomó del brazo al posadero, lo llevó hasta la habitación de la pequeña y se lo mostró. Este lo miró y le dijo:
- ¿Qué quieres decirme? No se leer.-
Alonso, algo desesperado, señaló a la mujer.
- Tampoco ella sabe.- Dijo.
Bajó la vista entristecido ¿Qué haría? No confiaba totalmente en Tiago, lo conocía desde hacía apenas unas horas. Un hechizo semejante, en manos de un ejército malvado, por pensar alguna consecuencia, le garantizaría cualquier victoria. El posadero era otra cosa, el joven intuía que lo utilizaría, solamente, para salvar a su hija. Esta cavilación lo inclinó a decidirse por una de las opciones que se le presentaban. Rompió el papel y se retiró a intentar dormir.
Conquistar el sueño no le resultó fácil, aun con el sopor consecuente del vino. Por fin, muy entrada la noche, pudo soñar.
La mañana que lo despertó lejos estaba de parecerle brillante, miró a su lado y vio que Tiago también estaba poniéndose de pie. Luego de vestirse, al entrar en la sala de comer, pudo ver a través de la puerta de la habitación de la niña, a la mujer envuelta en un manto de llantos y al posadero, a su lado, observando como hipnotizado el lecho. Había llegado la muerte.
Tiago se había sentado, curiosamente, en silencio. Estuvieron así unos minutos hasta que dijo:
- ¿Nos vamos, compañero? No hay nada que podamos hacer acá y nuestro camino es largo.-
Alonso asintió con la cabeza, dejaron unas monedas sobre la mesa y se marcharon.
La caminata transcurrió en silencio, la muerte siempre deja un sentimiento amargo, pero cuando quien se marcha es una criatura llena de inocencia, la desazón es enorme. Alonso no podía librarse de sus tribulaciones, ni de sus sentimientos de culpa e impotencia. Tiago también estaba sumergido en tristes sentimientos, su verborragia estaba ausente durante esa caminata.
Avanzaron en ese estado por bastante más de una hora siguiendo el curso del Jarama hacia el Tajo, de repente y sorpresivamente, el joven se detuvo y posando su mano sobre el hombro del anciano, lo obligó también a detenerse.
- ¿Qué ocurre?- Dijo sorprendido.
Alonso, emitiendo sonidos guturales y mediante movimientos laterales de su cabeza, le señaló a Tiago la intención de regresar por el camino andado.
- ¿Quieres volver? No hay nada que podamos hacer en aquella posada, más que dilatar el olvido de nuestra pena.-
El muchacho seguía insistiendo con sus señas.
- Yo no regresaré.- Dijo Tiago. - Es muy largo el camino por andar y ya no soy el joven al que le sobraban las energías.-
Alonso sintió una gran desesperación, si el viejo no lo acompañaba su retorno carecería de sentido. Decidió jugar una última carta, dándole la espalda comenzó a caminar, con firmeza, hacia la posada.
Había avanzado unos cincuenta metros y, sin mirar hacia atrás, se estaba dando por vencido; Tiago no lo acompañaba hasta que, de repente, escuchó:
- ¡Espérame! ¡Detente, terco mozalbete!-
Alonso giró la cabeza y, con esperanzas renacidas, vio como el anciano se le acercaba lentamente.
- Vamos a ver que te traes.- Le dijo.
Cuando llegaron a la posada el cuadro no había cambiado en nada, los posaderos seguían observando, entre sus lágrimas, el cuerpito sin vida de la niña. Alonso sacó nuevamente un papel y escribió “Yatante velna”. Tomó a Tiago del brazo y, llevándolo junto al lecho de la pequeña, le dio el papel y le hizo claras señas de que debía leerlo.
El anciano lo miró sorprendido e incrédulo, el joven le insistía que pronunciara las palabras.
- ¿Qué es esto? ¿Qué idioma es?- Le preguntó.
Alonso hizo caso omiso al interrogante de Tiago y siguió azuzándolo para que leyera lo que escribió.
El viejo miró al papel, a la niña, y dijo:
- ¡Yatanta velna!
Nada sucedía. Alonso, zamarreando el brazo de Tiago, le señaló firmemente el papel, él comprendió.
- ¡Yatante velna! Dijo ahora.
Pareció, por un instante, que no volvía a suceder nada hasta que, de repente, la niña se iluminó completamente en un breve fulgor, emitió una tosecita y abrió los ojos.
La alegría y la incredulidad inundaron toda la habitación. La mujer y el Posadero, llorando más que antes, abrazaron a la pequeña. Alonso sonreía y Tiago manifestaba una enorme mirada de asombro. El joven tomó del brazo al anciano indicándole que debían retirarse.
Salieron al sendero nuevamente y, ahí, Alonso pudo advertir lo radiante que brillaba el sol en esa mañana. Los sentimientos de pesadumbre se habían retirado y a la preocupación por el secreto revelado, la dejaría para más adelante. Reanudaron el viaje, Tiago volvió a hablar con continuidad, pero en ningún momento, se refirió a lo sucedido en la posada. Esto intrigó un poco a Alonso.

miércoles, 11 de agosto de 2010

Una convocatoria literaria: "Este jueves un relato": Tauromaquia


Estaba sentado el toro en una banca de la alba plaza, con sus patas traseras cruzadas una sobre otra. Sus gafas, para ver de cerca, se apoyaban sobre su hocico mientras leía entretenidamente un libro.
De pronto, al escuchar unos pasos, gira la cabeza y levanta la mirada por encima de sus lentes, al tiempo que reconocía la figura de su asesino acercándose por el blanco sendero.
- ¡Wenceslaoete! Dijo ¡Te ha llegado la muerte también!
El torero lo miró con mucho asombro. No esperaba semejante encuentro.
- ¡Qué a todos nos llega! Contestó.
- ¿Qué te ha traído aquí? Preguntó el Miura ¿Te ha corneado duro, finalmente, alguno de mis primos?
- No, tuve un ataque de gripe porcina al que no di mayor importancia, cuando al fin lo hice me internaron, pero para entonces era tarde y morí.
- ¡Vaya paradoja! Dijo el animal, tanto asesinar toros y terminó matándote la peste de una piara, debió haberlo hecho el mal de la vaca loca o la aftosa ¡Ja, ja! Podrías haber inventado las corridas de cerdos, así te habrías podido vengar de antemano.
- Los cerdos no son dignos de las lidias, dijo el matador.
- Ningún animal lo és, o todos los somos ¿Con qué derecho los matabas por diversión?
- La diversión no tiene nada de malo, ustedes son bestias. Deberías agradecernos. De no haber sido un toro de lid, habrías sido castrado y, gordo como un rey Momo, te habrían sacrificado a los dos años y comido en numerosas formas; en cambio yo te llené de gloria.
- Si así hubiera sido, lo cual es también cuestionable, habría muerto para saciar necesidades, pero tu gloria, tu supuesta gloria, fue para satisfacer tu instinto asesino y el morbo de quienes te aplaudían.
- Yo no te he asesinado, nos hemos enfrentado en franca lucha y te vencí.
- ¿Franca lucha? Yo no elegí pelear, no tenía motivo para hacerlo, me vi obligado a defenderme y en soledad; tu, en cambio, estabas con ese lapidario séquito de cobardes que no paraban de torturarme ¿Gloria? ¿Gloria? ¿Y qué gloria han tenido, desde tu punto de vista, aquellos hermanos míos que murieron por tu espada en tus prácticas? ¿Por qué ustedes son tan cobardes que no se animan a efrentarnos solos y sin haber adquirido destreza alguna, como yo los enfrenté?
- Hay toreros valientes que han muerto en las plazas de toros.
- ¿Si? Muy pocos. En cambio mis hermanos… Valientes…
Quien debe demostrar su hombría mediante la violencia no es valiente, se me hace que es impotente y que tiene problemas psicológicos.
- ¡Anda, torpe buey! ¿Qué sabes de psicología? Dijo el torero algo ofuscado, ustedes son simples animales, en nuestras manos está su vida y su muerte, y así debe ser.
- Puede ser que lo esté, aunque no tengan dominio sobre su propia vanidad y la estupidez de destruir por la destrucción en sí.
- ¡Calla! Si no existiéramos nadie podría protegerlos, serían presa de las fieras.
- Ya lo somos, contestó el bovino, ya lo somos. Pero si ustedes no existieran, solamente nos enfrentaríamos contra corazones nobles que matan solo por su supervivencia, nunca por placer ¿Tu crees que por ser animales no sentimos dolor, ni sufrimiento? ¿Has tratado de atacar un ternero en presencia de su madre? La vaca te encararía como ningún toro podría hacerlo. Solo porque no hablamos no significa que no sintamos, con tal criterio ¿Por qué no organizas un espectáculo en el que se torturen y maten bebés de tres meses? ¿Por qué lloran?
El torero, presa de cierta impotencia y enojo, decidió que no quería seguir mas con ese diálogo y dijo:
- Ya me cansó esta conversación ¿Qué gano hablando con una bestia? Deberé aprovechar que estoy en el cielo y seguir mi camino hacia el encuentro de algún viejo amigo, pariente o alguna otra persona con la cual dialogar.

El toro sintió un rapto de misericordia. Iba a quedarse callado, pero creyó que no debía ser él quien permitiera, a ese pobre hombre, vagar por todos los tiempos en vano. Lo miró a los ojos y dijo:
- ¿Persona? No hay ninguna en esta eternidad, este es el cielo del alma de los toros.
Acomodó sus gafas con la pezuña derecha y prosiguió leyendo el libro, mientras el torero se alejaba sobre las huellas de sus apesadumbrados pasos.

miércoles, 4 de agosto de 2010

Los herederos de Akunarsche (El guardián de los hechizos) Capítulo I




La pequeña aldea era apenas un difuso y oscuro bosquejo de unas pocas casas, de paja y piedras, pero sin embargo tenía un nombre, Arganda la llamaban. Un único edificio sobresalía, por su gracia, en ella, la flamante ermita mudéjar de Valtierra.
Bajo la avara luz de la luna de esa noche, apenas algunos resplandores rojos se dejaban ver en la sinuosa continuación que formaban en las chimeneas, sus columnas de humo. En una de las viviendas, dos hombres comían un grasiento guiso de conejo y habas. Uno de ellos, el mayor, sobrellevando el peso de la elevada joroba de su espalda, vertía en su boca, desde un rústico jarro de arcilla, entre bocado y bocado, un turbio y espeso vino tinto. Se llamaba Onofre. El otro era joven, de unos treinta años de edad, su apariencia contrastaba con la burda y sucia figura del anciano; era aseado y refinado. Su nombre era Alonso.
El sexagenario, elevando su giba y el resto de su cuerpo de la banca junto a la mesa y, sin siquiera despedirse de su acompañante, se dirigió, tambaleándose en su propio limbo, hacia el fondo de la habitación única y se tumba en un catre cubierto de heno, sobre el cual, en menos de un instante, inició un pesado y etílico sueño.
La inteligencia se manifiesta en una multiplicidad de formas. Onofre era analfabeto, cosa muy común en esa segunda mitad del siglo XIII, aun durante el reinado de Alfonso X el sabio; pero tenía una extrema habilidad para la transformación de los metales. Esto hacía que, de todos los confines de la comarca, le llegaran encargos de herrería y con eso lograba su sustento. Recibía pedidos de trabajo incluso de lugares no tan cercanos como Torrijos y Aranjuez.
Alonso, en cambio, siempre mostró una marcada afición por las ciencias y las letras. De pequeño fue enviado a estudiar a la ciudad y, a pesar de sus limitaciones que bien limitantes eran, con la voluntad que casi todo lo logra, había conseguido ingresar a la Escuela de traductorado de Toledo. Ya cursando el tercer año, un poco por miedo y mucho por precaución, volvió a su aldea natal para huir de la epidemia de peste negra que asolaba la ciudad, como un fatídico preanuncio de lo que pasaría nos setenta años más tarde. Muertos que habían, hacía bastante tiempo, su padre y su madre, buscó asilo en la casa de un antiguo amigo de ellos, Onofre.
Con él su vida era reiterativamente monótona. De día lo asistía en las duras tareas de la herrería y por las noches, luego de la cena y después de asear los utensilios, hallaba un leve consuelo al entregarse a la lectura de los pocos libros, que había podido cargar en su saco.
Las noticias acerca del alejamiento de la peste en la ciudad, no eran las que traían los ocasionales viajeros y, su estadía en lo de Onofre, se había dilatado más que la capacidad de cobijo que podían darle sus libros. El anciano no entendía como el joven podía elegir la lectura, por sobre el disfrute del vino.
Una noche, luego de lavar en la turbia agua del cubo, los resabios de la cena, comenzó a hurgar en su bolsa buscando un manuscrito que lo entretuviera. El tiempo transcurrido había sido mas de lo planeado y no halló ninguno que no hubiese leído, por lo menos, unas tres veces. Descartó sus ganas de leer aquellos libros y, abrumado por el aburrimiento, comenzó a deambular por la casa tratando de entretenerse con la errática danza que las sombras hacían, contra la pared, sobre el lado contrario al discontinuo resplandor de la hoguera, bajo la chimenea.
En el cenit de su hastío, centró su atención sobre un cofre que reposaba en un estante, hecho de madera de roble, acerca del cual Onofre le había indicado, sin aclaración alguna, una expresa prohibición de abrirlo.
Fiel a la rectitud que le había proveído su educación, Alonso nunca lo había hecho, pero esa noche el tedio y el insomnio, fueron una combinación irresistible que lo instigaron a dar paso a la curiosidad. Echó una mirada hacia Onofre, quien yacía pesadamente horizontal, sobre su catre. Si no eran capaces de despertarlo sus ronquidos, nada en la tierra podría hacerlo.
Tomó el cofre y lo depositó sobre la rústica mesa, acercó una de las lámparas de aceite y lo abrió. Dentro del mismo, lo que había, le causó una enorme extrañeza; un libro espeso y raído, cubierto de polvo, con gruesas tapas de cuero
¡Había un libro! Alonso se preguntó ¿Qué habría de hacer algo así, tan cuidadosamente guardado, en casa de un analfabeto?
Lo tomó delicadamente, sopló la tierra que cubría su tapa superior, acercó aún más la tenue luz de la lámpara y lo abrió. La hoja que encabezaba el manuscrito tenía un título. A primera vista le pareció escrito en un idioma extraño, tal vez sánscrito, pero, ante la mirada atónita del joven, las letras parecieron trocar y pudo leer en un perfecto castellano “Palabras mágicas”. No le dio, en ese momento, demasiada importancia a la supuesta transmutación, ya que pensó que se debería a una trampa que la difusa y tortuosa luz de la llama del aceite le había tendido.
Corrió una página, luego otra, después varias de ellas de golpe y descubrió que todas estaban tan blancas, como la vejez del libro lo permitía. No lograba entender de que broma se trataba ¿Qué sentido habría de tener, encuadernar tan bella y prolijamente, semejante cantidad de hojas vacías? De repente su mano se posó en una de ellas y pudo ver que, donde apoyaba la yema de uno de sus dedos, aparecían palabras. Así descubrió que acariciando horizontalmente las hojas con los dedos, las escrituras se hacían visibles y se sublimaban al paso de estos, proporcionándole una efímera lectura ¡El libro realmente era mágico!
Comenzó a leerlo desde el principio, que es el mejor lugar por donde comenzar las cosas,
El libro explicaba como, a través de la acumulación de conocimientos brujos, se había logrado catalogar una serie de conjuros capaces de hacer, prácticamente, cualquier cosa.
Alonso no cabía en su entusiasmo, recorrió numerosas páginas del tratado, encontró hechizos que, de solo pronunciarlos, transformaban piedras en oro, producían inmunidad contra enfermedades, curaban males de amor, provocaban enamoramientos hacia uno e infinidad de maravillosos logros más.
Hizo un intervalo en la lectura para pensar que debería haber una buena razón, planeada inteligentemente, para que un libro de semejante tenor, mediante el cual se podrían salvar vidas, obtener poder, riquezas o vivir eternamente, con solo pronunciar las palabras que en él hay, estuviera al resguardo de un analfabeto. Con él se podría ser el hombre mas importante del mundo, o el mas bondadoso (eso lo atraía), famoso, piadoso.
El libro, ya no le cabían dudas, era mágico, pero a medida que avanzaba en su lectura, el muchacho comenzó a experimentar una combinación de sentimientos que lo fueron perturbando. La alegría, ensoñación y admiración comenzaron, mas tarde, a transformarse un una abominable mezcla de tristeza, ira e impotencia. Un nudo en la garganta lo asfixió y la opresión que sentía en el pecho, casi le impedía hasta jadear.
Tenía ante sí una oportunidad única de hacer lo que quisiera, y vaya que quería hacer cosas, pero el fantasma de su niñez volvía a jugarle una mala pasada.
Jugando en el monte, cuando era pequeño, había caído de un abedul y una rama seca se clavó en su cuello. Lograron salvarle la vida, pero no sus cuerdas vocales.
Alonso era mudo.
Cerrando los ojos difuminó las ideas egoístas que poblaban su cabeza, por lo que sintió un gran temor, al pensar el daño que podría provocar que tan potente catálogo cayera en manos de un corazón equivocado. Entonces cerró el manuscrito, se levantó de la banca, se acercó a la chimenea y lo arrojó a las llamas.
El crepitar de las hojas ardiendo y la visión de ellas, hicieron que un fluir de lágrimas, en cantidades homeopáticas, salieran de sus ojos.
Dios da pan a quien no tiene dientes, hechizos milagrosos a un iletrado y ..¡Ay Jesús de mí! Pensó ¿Cómo podría lanzar un conjuro un mudo?
Con facilidad logró acostarse en su catre pero, con mucha dificultad, logró esa noche conciliar el sueño.
Onofre descubriría la ausencia del libro, unos cuantos meses posteriores a la partida de Alonso hacia la ciudad, aunque para eso todavía faltaba bastante tiempo.