jueves, 28 de julio de 2011

Capítulo XLIII


Tardaron bastante tiempo Alonso y Manuel, en recuperarse de la conmoción sufrida, por lo que no hablaron entre ellos, hasta el momento en que el guardián logró decir:
- No podemos dejar a estos infelices así.-
- No, no podemos.- Contestó su amigo.
La coincidencia de sus pensamientos los hizo ponerse en acción. Arrastraron los cuerpos hasta donde comenzaba a elevarse el peñasco y los acomodaron paralelamente, uno cerca del otro. Luego comenzaron a recolectar rocas y a cubrirlos con ellas. La realización de las tumbas les llevó gran parte de la mañana. Al finalizar, se higienizaron y calmaron su sed con las cristalinas aguas de la cascada, acomodaron sus pertenencias en las bolsas, no faltaba ninguna de ellas, y continuaron viaje dejando la pesada sombra de la muerte atrás.
Ninguno de los cuerpos mostró el aura para resucitarlo, pensó Alonso, quizás fue para evitar el daño que ya no podrán hacer.
Avanzaron con dificultad sobre las piedras del camino. Los montes de la sierra mostraban, a la derecha de ellos, su copete blanco, como recuerdo de la última nevada y advertencia de que el invierno estaba ahí y que podría volver a suceder otra. Todo hacía suponer que así ocurriría. La temperatura había bajado significativamente y unos cada vez menos traslúcidos nubarrones, cubrieron todo el cielo que podían ver.
No era un buen panorama para los jóvenes, si la nevada los encontraba en medio del camino y sin protección, la pasarían mal, por lo que apuraron, instintivamente, el paso. A medida que avanzaban, más oscura se ponía la tarde. La amenaza de tormenta dejó de serlo, cuando comenzaron a caer, como pequeñas plumas, los primeros copos de nieve. El helado viento intentaba hacerles detener su marcha, pero ellos siguieron avanzando con la esperanza de encontrar, prontamente, algún lugar abrigado para guarecerse. Cuando parecía que nada podría empeorar la situación, un arroyo se les interpuso en el camino, complicándoles aún más la marcha. Buscaron un lugar poco profundo y, algunas veces saltando de piedra en piedra y otras teniendo que meterse en el agua, lo cruzaron y llegaron a la otra orilla.
Con los pies y la mitad de las piernas mojadas, el frío encontró un aliado para hacerles más daño. La nieve, en su continuo descenso, les dificultaba la visión, por lo que no distinguían objeto alguno a una distancia mayor que doscientos metros.
- Nos convendría seguir el curso de agua.- Dijo Manuel.- Es más probable que encontremos alguna morada junto a él y, además correremos menos riesgo de perdernos.-
Alonso asintió con la cabeza y así lo hicieron. No estuvo equivocado el guardián, al poco tiempo de caminar río abajo, encontraron que las aguas movían la rueda de un molino y, a corta distancia de él, una vivienda exhalaba humo por su chimenea.
Llegaron a ella y observaron que no había caballos en los corrales. Esto los tranquilizó, era una prueba de que no se encontraban allí ni Rodríguez, ni alguno de sus hombres.
El dueño del lugar resultó ser un anciano que vivía solo al cual no le sorprendió la llegada de los muchachos, era frecuente que algún viajero tocara su puerta. Luego de presentarse y ofrecerle algunas monedas a cambio de hospedaje, que el hombre aceptó de buena gana, luego, por invitación de él, los muchachos entrar en la casa. Inmediatamente después de hacerlo, se pararon junto al hogar, desde el cual una generosa fogata, les brindó la calidez que poco a poco les fue quitando el frío y secando sus ropas.
Ya sea por el cansancio que los jóvenes sentían o porque al anciano, el hecho de vivir en soledad, le había quitado el hábito de la conversación, los tres permanecieron casi en silencio durante la llegada de la noche. El hombre los convidó con un caldo, dentro de unas escudillas, abundante en grasa y vapor, que les terminó calentando por completo el cuerpo. Luego de esto comieron lo que el viejo sirvió a la mesa, pan y algo de carne de cerdo y, terminado esto, se fueron a dormir sobre unas muérfagas rellenas de paja, que este les había preparado en el suelo.
A la mañana siguiente, antes de partir, saldaron la deuda que tenían con el hombre entregándole las monedas convenidas. Luego reanudaron la caminata abandonada el día anterior. El aire estaba frío pero el cielo les mostraba su mejor azul, de la tormenta de la jornada anterior solo quedaban rastros en el suelo. El terreno había perdido todos sus matices, como consecuencia del manto de nieve que lo cubría. Manuel le indicó a Alonso que deberían tomar rumbo hacia el sudeste.
- Alargaremos un poco el camino pero llegaremos al puente romano de Vallodano, por donde podremos cruzar el Guarrizas.- Le dijo.
El joven agradeció internamente que su compañero conociera el recorrido a realizar.
A medida que avanzaron el paisaje fue cambiando, la presencia de árboles y vegetación fue disminuyendo y el suelo de granito aflorando. Pasada la mañana llegaron al río, el cual corría por un pequeño cañón tallado en las rocas. Brindaba un espectáculo hermoso, mostrando la fuerza y la calma de la naturaleza, al alternar rápidos con remansos. El puente les ofreció la misma firmeza que venía brindando desde hacía cientos de años. Por él cruzaron a la otra orilla, evitando mojarse como en el día anterior. Dejado el río atrás tomaron una nueva dirección, rumbo al sudoeste. El terreno que encontraron a su paso, seguía siendo abundante en granito infértil, por lo que la presencia de pobladores era nula.
A mitad de jornada Manuel se sintió débil, la mano de Alonso sobre su frente comprobó que su temperatura era elevada. Sufría el efecto que le había causado el frío, por lo que el joven tuvo que recurrir al hechizo para curarlo. Inmediatamente el guardián se sintió con el ánimo renovado, por lo que pudieron proseguir la caminata a buena velocidad ayudados, además, porque a medida que avanzaban, la altura del terreno iba en disminución y la capa de nieve era cada vez más delgada, lo que favorecía su marcha.
Con el correr de las horas se fueron volviendo cada vez más retraídos y casi no dialogaron entre ellos, salvo para darse alguna indicación o advertencia. Cuando anocheció, encontraron refugio en una especie de cueva, a cielo abierto, que formaban dos grandes bloques de granito. El lugar se encontraba seco ya que casi no había nevado en esa zona. Esta vez, un poco por precaución y otro porque no les resultó fácil conseguir leña, hicieron una fogata pequeña y escondida. No hallaron, tampoco, nada para comer. No probaban bocado desde la mañana, por lo que rapidamente acudieron al cansancio para poder dormirse y olvidarse de la sensación de vacío de sus estómagos.
El frío del nuevo día, envalentonado por la extinción de la hoguera, y el hambre los despertó más temprano que de costumbre. El sol apenas se insinuaba detrás de las curvas de las sierras. Acomodaron sus cosas y retomaron la caminata. Unas horas más tarde se interpusieron, ante ellos, las aguas rojizas del Guadalimar. Manuel, apelando a su conocimiento sobre el camino, guió a Alonso hacia el este, a sabiendas de la existencia de un puente alfonsí de madera, por el que podrían atravesarlo. Llegaron a él, cruzaron el río y prosiguieron avanzando hacia el sur. A medida que lo hacían el granito se iba tornando menos frecuente y comenzaron a aparecer, ante sus ojos, algunos sectores de tierras fértiles con pastizales y algún que otro monte de olivos.
Cuando llegó la tarde el recorrido se fue tornando pendiente arriba. Habían llegado a la loma de Úbeda y debían subirla para llegar a la ciudad. Forcejearon con la inclinación durante un buen rato hasta que lograron ver las murallas. La visión cercana del objetivo les renovó las fuerzas por lo que, no muchos minutos más tarde, lograron llegar a ella. La pared de piedras todavía mostraba cicatrices de la lucha por la reconquista sucedida unos cuarenta años atrás.
Entraron a la ciudad por la puerta del Losal y se dirigieron hacia su centro en el cual buscarían alguna posada donde hospedarse. No habían olvidado su hambre, luego de llegar a la torre de tierra y cruzar la puerta de Bahuz, encontraron un mercader que, en un puesto improvisado de una plaza, junto al arroyo Santa María, vendía, entre otras cosas, frutas. Compraron y devoraron con rapidez, varias de ellas. Aprovechando la relación que habían entablado con el hombre lo interrogaron acerca de la ubicación de algún albergue. Quien sabe que impresión le habrían causado al hombre los muchachos, porque les indicó como llegar a un lugar donde hallarían varios de ellos, en una calle que resultaría ser de apalpollas. Agradeciéndole el consejo, Alonso y Manuel, comenzaron su recorrido por las calles de Úbeda. Siguiendo las indicaciones del mercader, llegaron hasta donde estaban reparando la iglesia de San Pablo, de los daños que le había producido el ataque del mismísimo Pero Xil, y tomaron la avenida hacia el poniente, que daba a la puerta de los carpinteros. Cinco calles más adelante, doblaron para la izquierda y encontraron, tal como el comerciante les había dicho, varios mesones. Caminaron entre ellos sin decidirse en cual entrar, hasta que en uno les salió al cruce una mujer madura, con un vestido celeste, cuyo escote era apenas menos grande que sus pechos.
- ¿Qué buscan hermosos?- Les dijo sonriente.
- Algún lugar donde pasar la noche.- Le contestó la inocencia de Alonso.
- Nada mejor que aquí.- Replicó la dama y los invitó a entrar a la posada.
Era un edificio amplio, de dos plantas, en la inferior estaban las caballerizas, seguidas por un comedor grande y, en el piso de arriba, los dormitorios; el necesario se encontraba algo alejado en un extremo del patio. Desde algunas habitaciones de arriba llegaban risotadas de mujeres que al parecer se estaban divirtiendo. Al pasar al lado del lugar donde estaban descansando los caballos, Manuel se detuvo sorprendido.
- Mira.- Le dijo en voz baja a su compañero.
Alonso también se detuvo y comprendió lo que había alarmado a su amigo. Reconocieron a uno de los corceles, se trataba de la inconfundible monta, negra y plateada, de Rodríguez.
-Malo será si la casualidad nos reúne nuevamente con el hombre ¡Vayámonos!- Dijo Manuel saliendo hacia la calle.
Alonso lo siguió, pero una muchacha con un escote algo menos relleno que el de la dama y con unos ojos verdes nazaríes, que consumaban una increíble belleza, se interpuso delante de él.
- ¿Adonde vas, guapo?- Le dijo- ¿Tienes dinero?-
El muchacho intentó esquivarla, pero cuando pensó que lo podía hacerlo, la joven dio un paso lateral, volvió a cerrarle el camino y, sin darle tiempo de emitir una palabra, lo besó en la boca. No por fríos los labios de la doncella, dejaron de parecerle dulces. Alonso se quedó, por unos instantes, inmóvil y con los ojos enormemente abiertos por la sorpresa. Un tirón del brazo lo sacó del trance.
- ¡Vamos!- Le dijo Manuel.
Apenas salieron del lugar escucharon la voz de Rodríguez que, bajando las escaleras, reclamaba la presencia de las mujeres. Lo muchachos se alejaron tan rapidamente, que estuvieron a punto de correr.
Varias calles más adelante encontraron otra posada, en la que no había portera. Era un lugar pequeño al cual atendían una joven pareja. Se presentaron y decidieron pernoctar allí. El dueño del lugar era alto y delgado como una hebra, en contraste, su mujer, bastante petiza y redonda, parecía un tonel, un poco por gordura y otro poco por varios meses de gravidez. Lope y Adelina se llamaban.
Una vez instalados, los posaderos les sirvieron la cena. Eran cinco para comer, el quinto integrante de la mesa, era un niño de unos 7 años hijo de la pareja, que al principio les pareció tímido pero, al rato de compartir la comida, lograron verle una cicatriz en el cuello que les generó una sospecha, que luego él confirmaría comunicándose con sus padres mediante señas. Era mudo, se llamaba Fermín.
Los dos amigos se miraron interrogativamente ¿Un futuro guardián? Parecían preguntarse, Alonso se encogió de hombros y continuaron comiendo. Después de cenar, durmieron y, a la mañana siguiente prepararon su partida. Antes de irse, por pedido de Alonso, Lope le indicó como llegar a la torre de Don Pero Xil, no era muy lejos de allí, y le recomendó que tuviera precaución con los benimerines. Esto extrañó un poco al muchacho, era la segunda vez que alguien relacionaba el lugar con ellos. Pagaron, saludaron y se fueron. Cuando salían se cruzaron con el niño mudo, quien les hizo una pequeña, extraña y respetuosa reverencia.

miércoles, 27 de julio de 2011

Capítulo XLII


Caminaban con la tristeza a cuestas, toda partida implica alguna pérdida y ellos, sobre todo Alonso, hacía rato que vivían partiendo. También estaban las penas futuras, ambos sabían que en pocos días se tendrían que separar para, quizás, no volver a verse nunca más.
Preocuparse por lo que todavía no sucedió, es como lanzar un quejido ante un dolor que aún no se ha sufrido, pensó Alonso para darse ánimo.
Poco tiempo después de que hubieran partido y de que la ciudad se fuera alejando a sus espaldas comenzaron a ver, frente a ellos y a lo lejos, los lomos oscuros y redondos de la sierra Morena, festoneando el horizonte. El verlas les sirvió de referencia por lo que modificaron su dirección enfilando un poco más hacia el Oeste, para pasar por un costado de ella y no tener que atravesarla.
El entrenamiento que les habían brindado los caminos recorridos, les permitió llevar un buen ritmo, por lo que avanzaban rapidamente. Era cada vez menos frecuente que encontraran campesinos, durante su recorrido, lo que hacía muy probable que la noche los encontrara a la intemperie.
Al mediodía se detuvieron a descansar bajo las hojas verdes cenicientas de un pequeño olivar. Alonso arrancó una oliva, algo pasada en su madurez, de su cabito y la mordió muy confiado. Unos segundos después la escupió con desagrado. Sin haber sido bañada en lejía, ni embarazada por la salmuera, su sabor era horrible. A Manuel le causó mucha gracia la situación y le dijo, riendo:
- Faltaría que comieras queso sin cuajar.-
Alonso frunció el ceño enojado por la burla de su amigo pero, como sea, esto sirvió para distraerlos por algunos momentos, de las preocupaciones que, entre misiones por cumplir y peligros que los podrían estar asechando en el camino, los había tenido apesadumbrados desde que salieran de la Villa.
Comieron unos bocadillos gastándose bromas mutuamente. Luego, rapidamente, continuaron su travesía dejando de lado la siesta, no querían perder más tiempo.
A medida que se acercaban a la sierra, el paisaje les iba brindando imágenes bellas, como algunos montes de robles con el suelo alfombrado por el rojo amarillento de sus hojas secas, o pequeñas cascadas de aguas transparentes como el cristal, a las que los muchachos bebieron como si se tratara de un elixir. Finalmente la noche se acercó, inexorablemente, sin que hallaran refugio alguno para guarecerse de ella.
Si bien la luna les iba a brindar una iluminación suficiente como para seguir avanzando por más tiempo, el cansancio los indujo a buscar un lugar donde vivaquear. Lo hicieron junto a un curso de agua, el cual formaba cauce abajo un pequeño salto, en un claro de un bosquecillo que les brindó refugio contra el viento, leña y un conejo, al que pudieron cazar mediante hechizos.
De la misma manera encendieron una fogata que en principio no era muy grande, pero después, por causa de unos aullidos de lobos no muy lejanos, que los atemorizaron un poco, agregaron maderos en abundancia a las llamas, para que les brindara protección contra las bestias. Hicieron una hoguera tan grande que, probablemente, se podría ver desde kilómetros de distancia.
Fue aquella imprudencia la que provocó que el despertar de Alonso y Manuel, a la mañana siguiente, no fuera tranquilo. Lo hicieron forcejeando inútilmente. Dos hombres por cada uno, los aferraron y les ataron las manos por las espaldas. De nada sirvieron los gritos e insultos que les propiciaron a los atacantes, ni los tirones de las cuerdas que dieron con sus muñecas. Eran golfines que habían visto las llamas de la noche anterior.
- Miren estos borregos ¿Qué nos van a regalar?- Dijo uno de ellos, burlonamente con una sonrisa de tan solo cuatro dientes, mientras tomaba la bolsa de Alonso y arrojaba su contenido al suelo.
Otro hombre, de una estatura tan escasa que al muchacho le hizo recordar, amargamente, a Flair, aferraba por la espalda a Manuel y lo amenazaba con una daga. El tercero de ellos, un muchachito morocho con evidencia de sangre mora, se mantenía unos metros alejado, y observaba la situación como ajeno a ella.
La injusticia a la cual estaban siendo sometidos y la impotencia que le generaba el no poder hacer nada al respecto, le hizo subir los colores a Alonso y acrecentar el brillo de sus ojos. El cuarto golfín, al cual sus cejas oblicuas le otorgaban un aspecto diabólico, sostenía una espada, cuyo filo amenazaba el cuello del muchacho impidiéndole hacer cualquier intento de ponerse de pie.
- ¡Ahá! Acá está el premio.- Dijo el que tenía la bolsa, al encontrar los bolsines con las monedas de Alonso y Tiago.
Esto irritó más al argandeño, pero continuó sin hacer nada, por precaución. Era la segunda vez que le robaban el mismo dinero.
Cuando el hombre se ocupó de la bolsa de Manuel, si bien la cantidad de monedas era algo inferior, igualmente los rufianes encontraron un injusto premio.
Tan excitados estaban los salteadores con el botín, que no prestaron atención al sonido creciente de caballos galopando. Cuando finalmente lo hicieron ya era tarde. Seis caballeros avanzaron hacia ellos y se produjo una pequeña batalla tan corta como desigual, los atacantes eran más fuertes, más hábiles y venían ataviados para la lucha, vestían cotas de malla y sus cabezas estaban cubiertas por resistentes yelmos. Tres de los delincuentes cayeron abatidos por los filos, inmediatamente. El cuarto, el moro que se hallaba más lejos, logró salir corriendo y, trepando entre las piedras de la cascada, evitó que los corceles pudieran seguirlo y pudo darse a la fuga.
- Déjenlo, ya lo hallaremos.- Dijo el jefe de los jinetes.- No podrá ir muy lejos a pie.- Agregó con una voz que les resultó familiar a los jóvenes.
Se trataba de Francisco Rodríguez. Hizo avanzar a su caballo, negro como el carbón, con las crines y la cola plateadas, y lo detuvo justo frente a Manuel, que se hallaba sentado en el suelo con sus manos todavía atadas por la espalda.
- Otra vez volvemos a cruzar nuestros caminos ¡Cuánta coincidencia!- Dijo el Don en tono irónico - ¿No nos estarán siguiendo, no?- Preguntó.
La presencia amenazadora de la cabeza del caballo, al cual Rodríguez hacía balancear de un lado al otro, exhalando su vapor frente a la del guardián, daba cuenta de que la pregunta no debía tomarse en tono amigable.
- No señor.- Contestó Manuel.
- Entonces ¿Hacia dónde se dirigen? ¿Para qué?- Interrogó severamente el jinete.
Para evitar que su amigo mintiera, ya que no podía confesar su misión, y el riesgo de que se le notara que lo hacía, Alonso se entrometió en la conversación relatando su propio destino:
- Vamos a una aldea cercana a Úbeda, junto a la torre de Don Pero Xil. Allí habita la familia de un amigo que fue asesinado cobardemente por un rufián. Tenemos que ir a comunicarles lo sucedido con él, llevarles su dinero y acompañarlos en su dolor.
La explicación del muchacho fue tan cierta como convincente.
- Pareces sincero.- Dijo Rodríguez.- Espero que así sea y que no nos encontremos más durante el viaje. Si esto sucede comenzaré a dudar de que no nos están siguiendo.-
Rodeó a los muchachos por detrás, siempre montando su caballo y, con su espada y una gran habilidad, cortó las sogas que aferraban las manos de ambos.
- Han tenido suerte.- Les dijo.- Estos bandidos atacaron a uno de mis hombres mientras descansaba y lo mataron. Al descubrir la situación salimos a cazarlos y, por eso, aquí nos tienen. Nos deben una.-
Luego les hizo una señal a sus hombres, para que salieran a perseguir al último de los golfines que había huido.
- ¿A la torre de Don Pero Xil?- Se dijo a sí mismo.- Espero que todavía quede algo para ustedes allí.- Completó dirigiéndose a los muchachos, al tiempo que azuzaba a su caballo para emprender el galope.
- ¿A qué te refieres?- Se animó a preguntar gritando Alonso, mientras se frotaba las muñecas con las manos para reactivar la circulación.
- Los benimerines han atacado allí.- Lograron escucharle decir a Rodríguez, mientras se alejaba con presteza.

domingo, 24 de julio de 2011

Capítulo XLI


Alonso se despertó sin saber en que momento del día lo estaba haciendo. Intentó moverse pero sus fuerzas no lo asistieron, se quedó quieto en el catre, en el medio de la mañana. Al rato, la puerta al abrirse, permitió que se iluminara la habitación y la silueta de Francisco se dibujó bajo el dintel, como una sombra. El hombre se acercó al muchacho y le habló:
- ¡Al fin has despertado¡ Debes alimentarte.-
Llamó con un grito a su mujer, quien apareció con un humeante plato de comida. Con paciencia le dio los alimentos, lentamente, al muchacho; luego le brindó agua para beber.
Tan esmerada atención se repitió varias veces, como lo había pedido Manuel, durante todo el día. Al llegar la noche la alimentación había causado su efecto, Alonso tuvo las fuerzas suficientes como para ponerse de pie e ir a la cocina. Allí cenó con el valego, su esposa y sus tres hijos. La mujer le contó acerca de los pequeños. Al muchacho le cayó bien uno de ellos, no era hijo de la pareja aunque lo trataban como tal. Según ella le contó, era hijo de unos galos que habían muerto por la peste, el pequeño quedó huérfano y al abandono, por lo que lo habían adoptado. Lo llamaron Franco.
Después de la cena, Alonso se sintió nuevamente cansado y se retiró inmediatamente a dormir, no sin antes haber agradecido los cuidados recibidos.
Quizás el equilibrio esté pagándome, a través de la generosidad de Francisco y su mujer, el haber salvado los animales de Diego, pensó.
A la mañana siguiente, aunque no lo hizo tan temprano como acostumbraba, se despertó con plena vitalidad. Al salir del cuarto respiró con placer el aire matinal, cuya frescura lo hacía sentir más puro. Por encima de la torre del Cubo, el sol, abandonando su pereza, se había decido a calentar y comenzaba a hacerlo.
Al verlo, la mujer llamó con alegría a Francisco para que se enterara sobre el buen estado que mostraba el muchacho. Lo llevaron a la cocina y le dieron pan y un jarro con leche.
- Tu amigo regresará hoy, según me dijo.- Le comentó el valego.
- ¿Adónde fue?- Preguntó Alonso, con el ánimo nuevamente predispuesto a preocuparse por las cosas por las que debía hacerlo.
- A Almagro.- Contestó, cacofónicamente, el hombre.
El muchacho asintió con la cabeza, aprobando la decisión del guardián. No recordaba con claridad lo sucedido luego de haber escuchado los planes de Rodríguez.
Al verlo de buen semblante, los dueños de casa lo interrogaron sobre su vida. Este contó algunas cosas de ella y de sus viajes. Para la pareja resultaba una historia maravillosa, habitaban el lugar desde que era el Pozuelo de don Gil, antes de que Alfonso hubiera creado la villa, sin haberse ido nunca de allí. No conocían otro lugar, salvo los alrededores cercanos.
Cuando terminó de relatar su historia, la pareja se retiró a realizar sus labores. El joven ya no estaba débil como para seguir prolongando el reposo. Pasó parte de la mañana deambulando por el lugar, aburrido, esperando a su amigo, hasta que Franco lo encontró en el huerto. El pequeño avanzó hacia él, caminando como si diera saltitos en punta de pies, con cada paso que hacía. Coronando un cuerpo delgaducho, su cabeza tenía unas orejas demasiado grandes y unos ojos, redondos y saltones, que lo hacían particularmente gracioso. El niño comenzó a recolectar verduras y, yendo y viniendo, se las ofrecía a Alonso, sin dejar de sonreír, para que este recobrara sus fuerzas. El joven, al descubrir las intenciones del chiquillo, intentó detenerlo.
- ¡Para, para, pequeño! No puedo comer tanto. - Le dijo riéndose.
El niño, al principio, no le hizo caso hasta que el muchacho logró convencerlo. Rapidamente entraron en confianza, era un pilluelo muy inteligente. Alonso lo invitó a sentarse a la sombra de un joven sauce y le habló sobre lo que más conocía: libros e historias que en ellos había. El niño estaba encantado con los relatos por lo que lo apabulló con preguntas, en especial sobre el de Rodrigo Díaz. El joven, sin saberlo, estaba dejando una semilla en él, que quizás lo influenciara durante toda su vida.
Sin que ninguno de los dos lo advirtiera, la mañana terminó. El llamado de la mujer les anunció que era el momento de almorzar. Poniéndose de pie y sacudiéndose el polvo de sus ropas, ambos se dirigieron hacia la cocina.
Al verlos llegar Francisco dijo:
- Es seductor el chicuelo.-
El joven asintió con la cabeza.
Durante la comida Franco no paró de hablar, contando la historia del tal Díaz. Alonso sonreía, algunas de las cosas que decía no eran correctas.
La siesta los encontró a todos descansando. Apenas terminada esta, como si hubiera estado escrito que nada debía interrumpirla, se produjo el arribo de Manuel. Luego de saludar a todos encontró el momento de quedar a solas con amigo.
- ¿Qué sucedió?- Preguntó ansioso este.
- Cuando llegué a Almagro.- Comenzó a narrar Manuel.- Logré encontrar a Simón. Le conté todos los planes que escuchaste en la reunión entre Rodríguez y el falso mudéjar. Digo esto porque me contó que era un hermano de Muhammad. Luego de escucharme me llevó en presencia del mismísimo Felipe y repetí, ante él, la historia. Me agradecieron la información, dijeron que apresurarían sus acciones y, al despedirnos, el infante me regaló un salvoconducto, firmado por él, por si en algún momento nos hiciera falta invocar su autoridad.- Y, dicho esto último, le mostró un rollo de papel.
- Supongo que hemos hecho bien.- Dijo Alonso.
- Creo que si.- Contestó el guardián- ¿Cómo te sientes?- Preguntó recordando, luego de la excitación de haber contado noticias importantes, el estado en el cual había dejado a su amigo.
- Ya estoy bien.- Contestó este.- Creo que mañana podremos continuar el viaje.
- Así lo haremos.- Afirmó Manuel.
Habiendo dicho todo lo que debía contar, el guardián se sintió cansado. Había viajado durante una noche y un día por lo que necesitaba reposo. Al tiempo que se retiraba hacia la habitación, Alonso le dijo que debía ir a la plaza a comprar algo, por lo que abandonó el lugar.
Cuando regresó, ya casi había caído la noche. Apenas tuvo tiempo de dejar su bolsa en la habitación, para llegar a horario a la cena. Durante la misma, Manuel se vio obligado a relatar las causas de su repentino viaje a Almagro y así lo hizo. Como los dueños de casa poco y nada entendían de política, ni de intrigas, incluso menos que los muchachos, el relato les resultó de poco interés. Culminado este, Francisco les dio algunas recomendaciones para el viaje, que los jóvenes emprenderían al día siguiente.
- El camino está asediado por golfines, la Sierra Morena es tierra de nadie. Deberán cuidarse de ellos, por el bien de sus pertenencias. A medida que más se acerquen hacia el sur correrán, también, el peligro de encontrarse con algún grupo de moros que incursionan por el territorio. Deberán cuidarse.- Volvió a recomendar.
Ambos agradecieron los consejos y prometieron tenerlos en cuenta. Al cabo de un rato, todos se habían retirado a dormir.
La mañana los despertó, más o menos, al mismo tiempo a todos. Luego de tomar los primeros alimentos del día, los jóvenes se dispusieron a partir. Cuando estaban en el momento de la despedida, Alonso llamó a Franco y sacó de su bolsa un libro que había comprado la tarde anterior en la plaza, el cual obsequió al pequeño. Era el Romance del mío Cid.
- Aprende a leerlo y disfrútalo.- Le dijo.
El pequeño tomó el texto y lo cobijó en su pecho con sus bracitos.
No fue mucho más tarde, que los muchachos abandonaron la ciudad, atravesando la puerta de Granada.

miércoles, 20 de julio de 2011

Capítulo XL


Los jóvenes siguieron avanzando hacia el sur. Manuel sabía por donde debían transitar, ya había recorrido varias veces ese camino, incluso era probable que pisara, de tanto en tanto, alguna de sus viejas huellas. Alonso prestaba especial atención al paisaje, debería volver solo y se esmeraba por recordar cada detalle, para no extraviarse en su retorno; al no seguir el curso de un río, la tarea no sería simple. Frente a ellos se alzaba, timidamente y con sus cimas cubiertas por la flamante nieve, la sierra del Pocito. Era una larga caminata la que afrontaban. Al llegar a ella la rodearon, para luego recorrer una planicie en la que se esparcían montes de robles, encinas y algunos pastizales. De vez en cuando veían alguna cabaña de campesinos. Eso los tranquilizaba, no les costaría mucho encontrar donde refugiarse cuando la noche llegara. Así fue, en el momento en que esta finalmente lo hizo, arribaron a Malagón, una pequeña aldea de no más de quince casas. Una de ellas era una posada, en la cual decidieron pernoctar.
El ventero apenas conversaba, tenía una mirada triste y un andar taciturno. Su mujer, por el contrario, padecía de intemperancia verbal. Contó detalles de lo que había hecho durante el día, durante el año, de los vecinos y de su vida, a los muchachos, mientras estos se alimentaban. Finalmente el hombre se retiró y Alonso se atrevió a preguntarle a ella acerca de él:
- ¿Qué le sucede?-
- La peste.- Dijo la mujer con pesadumbre.- La peste ha atacado al ganado. Mueren uno y otro animal cada día. Si perdemos los que quedan ya no tendremos nada.-
Esa noticia entristeció a los jóvenes, los dueños de casa parecían gente buena y trabajadora, quines no merecían semejante desgracia. Cuando la noche avanzó y todos se habían retirado a dormir, en la estrecha habitación en la que estaban, el argandeño le dijo a su compañero:
- Tendríamos que hacer algo para ayudarlos.-
- ¿Qué podemos hacer?- Preguntó Manuel.
- No estoy seguro.- Respondió el joven.- Podríamos ir a ver a los animales para observar que sucede con ellos, quizás sirva algún hechizo.-
Al guardián le pareció buena idea. Esperaron un buen rato y, luego de cerciorarse de que los posaderos estuvieran dormidos, se enfrentaron, con determinación, a la gélida intemperie.
El cielo estaba tan límpido que parecía que no le cabía ni una estrella más. La luna, aunque incompleta, les brindaba la luz suficiente como para que se movieran con facilidad.
Llegaron a los corrales en los que encontraron una situación preocupante. Una cerda grande yacía muerta, desde hacía no mucho tiempo, su cuerpo desprendía aún, el poco calor que le quedaba. Cinco lechones, a su alrededor, parecían velarla. Los demás animales no lucían nada bien; permanecían inmóviles y sin haberse inmutado por la presencia de los dos jóvenes. Alonso se acercó a un padrillo, que estaba echado en un rincón del corral, le pasó su mano por el lomo y dijo:
- Haraneo Atsa-
El puerco se sacudió un poco y, lentamente, se puso de pie. Fue en ese instante que los guardianes descubrieron que los hechizos, al menos el de sanación, funcionaban también con las bestias.
- Hagámoslo con todos- Dijo Alonso.
Luego de un rato, cuando el recitado había concluido, la totalidad de los animales se encontraron en buen estado, salvo el que habían encontrado muerto, al cual no pudieron resucitar.
Una vez de regreso a la habitación, satisfechos, a pesar del frío los jóvenes se durmieron rápida y plácidamente.
La mañana siguiente no comenzó en calma, un histriónico griterío despertó a los jóvenes. Provenían de la mujer que, desde el corral, llamaba a su marido y lanzaba exclamaciones de alegría.
Manuel y Alonso se levantaron, lavaron sus caras y se dirigieron, saliendo de la habitación, hacia el lugar. Allí el posadero y su mujer se abrazaban y bailaban dando gritos. Los animales se mostraban con gran vitalidad reclamando, a su manera, alimento. Cuando el hombre notó la presencia de los muchachos también los abrazó, como si se trataran de viejos amigos, en la confusión que genera una alegría descontrolada.
- ¡Han traído la suerte a nuestro hogar!- Les dijo, sin sospechar siquiera, que ellos habían sido los causantes del milagro.
A los dos jóvenes les causaron mucha gracia las reacciones de la pareja. Cuando la efusividad se calmó, la mujer preparó el desayuno, por lo que todos se sentaron a la mesa de la cocina. La pareja, por un buen rato, intercambió expresiones de felicidad, que compartieron con los huéspedes. Los niños permanecían en silencio por no haberse despertado totalmente aún y tomaban la leche instintivamente.
- ¿Hacia dónde se dirigen?- Preguntó luego el hombre, con un semblante que era totalmente contrario al que tenía la noche anterior.
- Villa Real.- Contestó Alonso, mientras cortaba con sus manos, una hogaza de pan.
- Mi hermano vive allí, Francisco el valego. Él podrá brindarles albergue. Díganle que Diego los envió y sabrá que son personas dignas de recibir su hospitalidad.- Dijo el dueño de casa.- Podrían darle noticias nuestras, además.- Agregó.
Los muchachos agradecieron la referencia y prometieron que con él irían. Al rato, despedida mediante, emprendieron nuevamente la caminata.
Esa mañana no era tan fría como las anteriores, el sol se estaba comportando bien. Dejando a su derecha la sierra de la Calderina avanzaron, a paso firme, hacia el sur. Manuel no hablaba de otra cosa que no fuera Aurora, mientras que en Alonso crecía la angustia que le producía la, cada vez más cercana, misión que debía cumplir ante la familia de Tiago. Cada tanto, escuchar a su amigo, le evocaba los gratos recuerdos sobre su Juana.
Solo se detuvieron durante poco tiempo, al mediodía, para comer un tentempié, por lo que retomaron el camino rapidamente. Aún no había comenzado la media tarde, cuando divisaron las casas del Pozuelo de Don Gil. Habían arribado a Villa Real. Al llegar a la muralla entraron por la puerta de Alarcos y, sin saber hacia donde se tenían que dirigir, avanzaron buscando el centro de la ciudad. Pasaron bordeando por un lado la morería y siguieron adelante. Las calles estaban casi despobladas de transeúntes por ser la hora de la siesta. A poco de andar divisaron la ermita y decidieron que era un buen lugar para preguntar por el hombre. Encontraron un sacerdote que les supo explicar como llegar a la casa de Francisco el valego. Les indicó el camino y los despidió con una bendición, la cual los jóvenes agradecieron. Cuando llegaron al lugar que el clérigo les había descrito, encontraron tres niños jugando en la puerta de la casa.
- Buscamos a Francisco.- Le dijo Alonso a los pequeños.
Estos salieron corriendo e ingresaron al hogar. Al rato salió de él un hombre que, de no haber sido por la espesa barba que pendía de su rostro, habrían confundido con Diego. Era su hermano. Le explicaron que este los había enviado y, sin que dijeran nada más, les ofreció inmediatamente albergue y, aún ante la insistencia de los jóvenes, se negó a recibir dinero alguno por ello. Los invitó a ingresar a la casa y, en presencia de su mujer, los interrogó acerca de su hermano, la esposa y sus sobrinos. Los muchachos les brindaron todos los detalles que pudieron.
Después de dejar sus cosas en la habitación que Francisco les había asignado, siendo muy temprano todavía y sin mucho por hacer, por sugerencia del hombre, se dirigieron a la plaza mayor para ver el mercado y distraerse en él.
Caminaron nuevamente por la villa que estaba apenas salpicada de casas, la mayoría con tapiales y techos de tejas a dos aguas, las cuales aún no la cubrían en abundancia; propio de una ciudad en ciernes. Incluso la muralla no estaba construida en su totalidad. En los terrenos libres vieron numerosas huertas y corrales con animales.
La plaza estaba atestada de gente que comerciaba todo tipo de cosas. Alonso se detuvo ante un puesto en el que vendían libros y revisó varios de ellos con entusiasmo, hacía mucho tiempo que no leía.
Si un día faltaran los alimentos, el libro indicado sería más útil que un plato de comida, pensó.
Manuel, parado a su lado, observaba también los textos pero con menor interés. De pronto una mano se posó pesadamente sobre su hombro y, detrás de él, una voz grave le dijo:
- Mira donde te venimos a hallar, guardián.-
Un estremecimiento invadió a los dos muchachos ¿Quién sabría el secreto que ocultaban? Pensaron. Al darse vuelta el misterio se les desveló. Se trataba de Lorenzo Rodríguez.
- ¿Has abandonado el cuidado de la niña?- Dijo riéndose sarcastimente.
Sin que los jóvenes, sorprendidos por el encuentro, contestaran nada, continuó:
- Ya hemos castigado las ofensas que el grosero les ha hecho y lo expulsamos de nuestro grupo.-
La necedad de las palabras del hombre, convenció a los muchachos de que no se trataba de alguien bueno.
- ¿Qué haces por aquí?- Se animó a preguntar Alonso.
- Cuestiones de negocios.- Contestó el noble, evasivamente y poniéndose serio. Luego saludó y se marchó.
Manuel y su compañero lo vieron cruzar la plaza y perderse por una calle
- ¿Qué tramará este?- Peguntó Alonso.
- Nada bueno, supongo.- Replicó su amigo.
- Deberíamos seguirlo, con discreción, para ver hacia donde va. Sugirió el joven.
Así lo hicieron, a una distancia prudencial, avanzaron por el camino que llevaba aquel hombre, lo vieron llegar a la morería, reunirse con su séquito y un mudéjar, e ingresar a una tienda con ellos. Los muchachos se detuvieron y los observaron con atención.
- Si pudiésemos escuchar su conversación nos enteraríamos.- Dijo Alonso lamentándose.
- Podríamos…- Dijo el guardián e interrumpió su frase arrepintiéndose de antemano, de las palabras que aún no había dicho.
- ¿Podríamos qué?- Interrogó su amigo.
Manuel dudó un instante y luego continuó:
- Con el hechizo de invisibilidad ¿Lo conoces?-
- ¡Si!- Contestó entusiasmado Alonso- ¡Qué buena idea! Podríamos utilizarlo.-
- ¿Lo has hecho alguna vez?- Interrogó el guardián, seriamente.
- ¡No, esta es la oportunidad!- Contestó con vehemencia el joven- ¡Échamelo!-
- Es muy peligroso.- Replicó Manuel.- Quita vitalidad, no se debe usar por mucho tiempo. Yo lo he utilizado y casi perezco al hacerlo.-
- No lo sabía ¿De cuanto tiempo hablas?- Respondió su compañero.
- No lo se, pero es muy peligroso.- Repitió.
- Pues no estaré mucho con él.- Dijo Alonso.- Acerquémonos con sigilo, hay allí un lugar para escondernos. Una vez que me vuelvas invisible entraré a la tienda para ver que se traen estos. Cuando sienta que no estoy bien, volveré para que reviertas el hechizo.-
No muy convencido Manuel aceptó el plan. Llegaron hasta las cercanías de donde estaban reunidos los hombres, se ocultaron detrás de un tapial a medio derrumbarse y, el guardián, posando la palma de su mano en la frente de Alonso, dijo:
- Metsán voén.-
Rapidamente la imagen del joven se desvaneció en el aire y solo se pudo escuchar su voz.
- ¡Voy!- Dijo.
Manuel no logró, como se esperaba, ver nada de lo que su amigo hacía. Se quedó preocupado a esperar su regreso.
Alonso se introdujo en la tienda y escuchó el diálogo que Rodríguez mantenía con el mudéjar. Hablaban sobre negociaciones y de planes a ejecutar en contra de Alfonso. El detalle que daban de los mismos era interesante, por lo que Alonso, de pie al lado de ellos sin que ninguno lo advirtiera, estuvo más de la cuenta oyéndolos, haciendo caso omiso a los síntomas de debilidad que, progresivamente, se acrecentaban en su cuerpo. Cuando advirtió lo que sucedía con él y recordó las recomendaciones de Manuel, decidió salir del lugar.
El guardián estuvo a punto de ir a buscarlo, pero, con buen tino, pensó que si se movía del lugar en donde estaba, quizás nunca pudiera encontrar a su compañero.
Al atravesar la puerta, Alonso tropezó y se tuvo que aferrar a una de las telas que pendían en la pared de la tienda. Esto alarmó a los hombres. Uno de los escuderos de Rodríguez salió rapidamente, al exterior, para atrapar al presunto merodeador. Por centímetros no atropelló al joven. Este, con gran dificultad para caminar, caminó detrás de él y, nuevamente, se esquivaron por poco cuando el hombre ingresaba al lugar, luego de descubrir la supuesta falsa alarma.
Con esfuerzo el muchacho logró llegar hasta donde lo esperaba Manuel y se arrojó sobre él, aferrándolo para poder seguir de pie. El inesperado empellón hizo trastabillar al guardián y casi caen ambos al suelo.
- Veshil Biezta.- Dijo rapidamente Manuel.
Todos los colores del argandeño volvieron a la normalidad, salvo los de su cara que mostraba una palidez alarmante.
Casi a la rastra y alejándolo del lugar, el guardián ayudó a su amigo en el camino de regreso hacia la casa de Francisco. Durante el tedioso viaje el muchacho tuvo las fuerzas suficientes, como para contarle a su amigo los planes que los nobles tenían. Irían a las tierras almohades con sus ejércitos y dejarían expuesta a Castilla ante cualquier ataque que Mohammed planificara.
- ¡Debes contarle esto a Simón!- Fue lo último que alcanzó a decir Alonso, antes de desvanecerse.
Manuel lo cargó durante el resto del camino mientras le lanzaba, repetidamente, el hechizo de sanación. Nada sucedió con él, no estaba enfermo sino profundamente debilitado y no había conjuro que pudiera hacer nada con ello. Llegó a lo del valego, quien cuando los vio, les brindó su ayuda con preocupación. Depositaron a Alonso en el catre. Manuel le explicó a Rafael que su amigo había enfermado y que él tenía que partir urgente hacía Almagro. Le pidió que lo alimentara y le diera de beber, aún en contra de la falta de voluntad que tuviera el joven para comer.
- Volveré en dos días.- Le dijo y, tomando sus pertenencias, partió sin que le importara que la noche estuviera cerca.

jueves, 14 de julio de 2011

Capítulo XXXIX


El corpulento hombre apenas podía respirar. Sus ropas, casi totalmente destruidas, dejaban ver su espalda en la cual, numerosas heridas delgadas y largas, se entrecruzaban como pinceladas rojas trazadas con desdén.
- Latigazos- Dijo Manuel quien, intrigado, hizo girar la cabeza del moribundo para poder ver su rostro.
La revelación de la identidad del caído sorprendió a ambos muchachos. Era Simón, el escudero que había pernoctado, con Rodríguez y su séquito, en la casa de Rafael.
- ¿Qué hacemos?- peguntó Alonso -¿Lo sanamos?-
Manuel pensó un poco analizando la situación y luego dijo:
- Aunque no me guste el hombre, opino que si, aquella noche actuó bien y no creo que debamos dejar a nadie sufriendo de esta manera. Pero debemos ser muy cuidadosos, sería muy peligroso que él descubriera nuestro secreto.-
- En cambio yo no estoy seguro de hacerlo.- Contestó el argandeño.- La última vez que ayudamos con un hechizo a un mal hombre, este terminó con la vida de mi amigo.-
- Pero si el destino lo ha puesto en nuestro camino y el libro nos ha dado la capacidad de curarlo, por algo ha de ser.- Respondió el guardián.
- Puede que así sea, pero todavía no he encontrado la razón por la que Tiago ha muerto, si la hubiere, y la culpa pesa, en parte, sobre mis espaldas.- Dijo con tristeza el joven.-
Permanecieron un rato en silencio, mirando el cuerpo del hombre y como sus heridas seguían dando a luz numerosas gota de sangre, que engordaban hasta no poder sostenerse más y, luego, se deslizaban hacia los lados de la espalda, formando purpurados arroyas pequeños.
- Hazlo.- Dijo Alonso luego de reflexionar.
- De acuerdo.- Concluyó Manuel. Le lanzó el hechizo de sanación y se alejó del cuerpo.
El grandote emitió unos quejidos de dolor y se retorció en el suelo, hasta que de sus heridas solamente quedaron las cicatrices. Poco a poco fue saliendo de su desvanecimiento. Cuando logró hacerlo por completo se sentó, con cierta dificultad, en el lugar donde yacía y pudo ver a los dos muchachos, de pie, a corta distancia de él.
- ¡Ustedes!- Exclamó con sorpresa.- ¿Qué me han hecho?- Preguntó.
- Nada.- Respondió Alonso con firmeza.- Acabamos de llegar aquí.
- ¿Qué me ha pasado?- Interrogó ahora Simón.
Luego de decir eso volvió a desmayarse. Si bien sus lesiones estaban curadas, había perdido mucha sangre por lo que se sentía muy debilitado.
Con esfuerzo los jóvenes lo tomaron por los brazos, lo arrastraron algunos metros y lo sentaron con la espalda apoyada contra el tronco de una vieja encina para, luego, cubrirlo con una manta.
Al rato el hombre volvió en sí nuevamente.
- ¡Toma esto!- Le dijo Alonso, ofreciéndole una bota con agua.
Luego le convidaron un trozo de queso y pan. El calor y los alimentos fueron mejorando el estado del grandote.
- ¿Por qué me ayudan?- Preguntó.- Nos hemos comportado como patanes con ustedes.- Completó.
- ¿Por qué no habríamos de hacerlo?- Respondió Alonso, no muy convencido de lo que estaba diciendo.- No sabemos como eres y no deberíamos juzgarte por los actos de tus compañeros. Si eres un hombre bueno estamos haciendo bien, si no es así, ya se encargará el destino de volver a ponerte, nuevamente, en una situación igual.
- No soy un mal hombre.- Dijo Simón agachando, avergonzadamente, la cabeza.- Quizás algo bruto, si, y rodeado de mala compañías.-
- ¿Quién te ha golpeado? – Preguntó Manuel, restándole importancia a las palabras del grandote ya que debería demostrar su bondad con hechos, no con ellas.
- Lorenzo Rodríguez y sus hombres.- Respondió.
- ¿Fuiste tu el destinatario del castigo que había prometido el Don?- Interrogó Alonso.
El hombre, levantando la mirada y con una insinuación de sonrisa en su cara, dijo:
- Si, ha sido por lo de aquella noche. Se han reído, al día siguiente, de aquella situación. Su poder los hace inescrupulosos y, si otras hubieran sido las circunstancias, no habrían dudado en intentar divertirse con la muchacha.-
Solamente de pensar, ahora que el hombre lo insinuaba, que podría haber sucedido aquello a Manuel lo invadió una repentina sensación de ira. Por un momento sintió un gran deseo de hacer justicia con mano propia, por un hecho jamás sucedido, contra aquellos hombres.
- Estamos atravesando momentos difíciles y es conveniente, para Rodríguez y los suyos, pasar inadvertidos hasta abandonar las tierras alfonsíes, por eso se marcharon de la casa sin generar problemas.- Continuó Simón.
- ¿Por qué te han castigado entonces?- Preguntó Alonso.
- Al hombre no le gustó que haya detenido a Nicasio, pasando por sobre su autoridad.- Respondió.
Los jóvenes, conscientes de la injusticia a la que había sido sometido el hombre, no insistieron con más preguntas.
- Debemos seguir nuestro viaje.- Dijo Manuel.- Puedes quedarte con la manta hasta que consigas algo que ponerte.-
El grandote agradeció el gesto a los jóvenes y les dijo:
- Me dirijo en su misma dirección, si no se oponen me gustaría hacerlo en su compañía.
Alonso y Manuel se miraron interrogativamente, por un instante, y aceptaron la propuesta.
- Puedes hacerlo.- Dijo el guardián.- ¿Para dónde te diriges?-
- Voy hacia Almagro ¿Y ustedes?- Contestó Simón.
- A Úbeda.- Dijo Alonso.
- Pues entonces los dejaré en poco tiempo, mi viaje es más corto que el suyo.- Dijo.
Los tres hombres emprendieron su camino hacia el sur, pisando las hojas caídas de los árboles y los pocos restos de la nieve que, salvo en los lugares sombreados, se había confundido entre la tierra, formando una delgada capa de barro que les dificultaba un poco el avance.
Al llegar a un pequeño arroyo el hombre se lavó, con las aguas heladas que este transportaba, la sangre reseca que decoraba su espalda.
- No entiendo como me he curado.- Les dijo a los jóvenes mientras lo hacía.- Pensé que moriría ¿Realmente no saben lo que me pasó?- Preguntó, con un dejo de suficiencia algo extraño.
Los muchachos reafirmaron su versión de haberlo encontrado sin ninguna herida.
Cuando Simón culminó su aseo, los tres continuaron caminando hacia una noche cada vez más cercana.
- Deberíamos encontrar algún albergue donde comprar algo de comida y refugio.- Sugirió Alonso.
- Hay una posada detrás de aquel monte, a orillas del Algodor.- Contestó el hombretón, señalando una pequeña montaña que se erguía a mitad de camino entre ellos y el horizonte.- Podremos llegar antes del anochecer si nos damos prisa, pero yo no tengo dinero.- Agregó.
- No te preocupes por ello, podemos cubrir tus gastos. Quizás algún día puedas devolverlo.- Dijo Manuel.
El hombre volvió a agradecer, sintiéndose bendecido de haberse encontrado con dos jóvenes de corazón tan bueno.
Caminaron hasta bien entrada la tarde sin detenerse. Una luna, vespertina y escasa, asomó temprano, por detrás del paisaje. Lo hizo por el sudeste, hacia donde se dirigían los hombres, quienes siguieron avanzando, como dirigiéndose hacia ella.
Con la noche naciendo, divisaron la posada. De su chimenea salía una densa humareda y un rojizo resplandor, los cuales eran una promesa de abrigo y comida caliente. Arribaron a ella, negociaron con el posadero y llegaron a un acuerdo, el cual les permitió alimentarse con una cena digna, beber algo de vino, procurarle alguna ropa a Simón y dormir en un lugar cómodo. Antes del final de la jornada, el hombretón volvió a darles las gracias a los dos jóvenes.
El sueño, acelerado por el cansancio, encontró a los dos muchachos pensando en sus correspondientes amadas, tan solo un poco antes de que la fatiga los durmiera.
Al día siguiente el sol comenzó brillando con firmeza, lo que prometía que el día sería agradable. Muy temprano tomaron el desayuno y, mientras la mañana terminaba de desperezarse, le pagaron al posadero y retomaron su viaje.
La nieve había desaparecido por completo y al barro le faltaba muy poco para hacerlo.
Cruzaron el Algodor, por uno de los tantos viejos puentes romanos que había en la región, y prosiguieron hacia el sur. En los diálogos que mantuvieron, mientras avanzaban, los jóvenes le revelaron a Simón más detalles sobre sus vidas, que los que este les brindó a ellos.
El mediodía llegó y, con él, el hambre. El hombre había atrapado, demostrando mucha habilidad para ello, un conejo de tamaño importante en el camino, por lo que juntaron ramas secas y encendieron una fogata utilizando un yesquero exento de magia. Simón, mientras tanto, preparó el animal y después lo cocinó.
Comieron bien los tres. Cuando se disponían a tomar una breve siesta al calor del sol invernal, Alonso, motivado por la curiosidad, interrogó al reservado hombre:
- ¿Quién te espera en Almagro?-
Simón dudó un instante antes de contestar, pero los jóvenes le inspiraban confianza por lo que comenzó a relatar lo que venía ocultando:
- En Almagro está el infante Felipe, a él sirvo y a él debo llevarle información. Rodríguez obedece a los nobles, a Nunno González. Se están reuniendo en Granada en complicidad con el mismísimo Muhammad, rebelados contra el rey Alfonso. El infante quiere interceder ante ellos. Yo me infiltre en el grupo con el que viajaba, para obtener información sobre sus actividades. Debo haber despertado sospechas, porque hace dos noches, mientras dormía, revisaron mis pertenencias, entre las que había unas cartas de Felipe hacia mí.
Alonso y Manuel escuchaban el relato con mucho interés, más por lo que tenía de épico que por la razón de los asuntos. Poco entendían de la política y sus intrigas, y no conocían a casi nadie de los que Simón nombraba.
- Cuando desperté por la mañana.- Prosiguió el relator.- Me tomaron por sorpresa y me aferraron contra un árbol. Rodríguez descargó sobre mí, una cantidad de latigazos suficientes como para hacerme desfallecer. Luego me dejaron tirado en el suelo, dándome por muerto o a poco de estarlo. No se como logré llegar al camino, ni que fue lo que me curó. Quizás haya sido magia.- Dijo con cierta ironía, que los muchachos no notaron, y continuó.- Después llegaron ustedes y comenzó la parte de la historia que ya conocen.-
Los jóvenes quedaron boquiabiertos. Si bien no comprendían mucho las razones del conflicto, les resultaba deslumbrante estar enterándose de detalles importantes, que no siempre están al alcance de la gente del vulgo.
- Creo que es tiempo de partir nuevamente.- Dijo Simón dando por concluido el relato.
En acuerdo con él, los jóvenes se pusieron de pié, acomodaron sus cosas y se pusieron a andar. Todos marcharon en silencio.
Alonso reflexionaba sobre la situación. Quizás la razón de que Simón siguiera vivo era aportar a la pacificación entre el rey y los nobles. Eso evitaría sufrimientos y pérdidas de vidas. Quizás haberlo salvado contribuía al equilibrio por el que propugnó Akunarsche, quizás fuera así. Pero lo que aún producía una herida que no cerraba en él, era lo paradójico de la muerte de Tiago, en manos del enano al cual había resucitado. No veía que razón había habido en ello.
A media tarde habían atravesado la sierra del Rebolladejo. El hombre se detuvo, induciendo a los jóvenes a hacer lo mismo.
- Aquí deberemos separarnos.- Dijo.- Ustedes deberán seguir hacia el sur, yo encontraré la senda que me lleve hacia Almagro.- Y mirando a los dos muchachos con un profundo agradecimiento, completó.- Espero que algún día el destino me permita retribuirles, al menos una parte, de todo lo que han hecho por mí.-
Se saludaron como caballeros y tomaron, cada uno, su camino. Los jóvenes lo vieron alejarse.
- Tal vez, finalmente, sea un buen hombre.- Dijo el argandeño.
- Probablemente lo sea.- Contestó Manuel.

domingo, 10 de julio de 2011

Capítulo XXXVIII


Cuando Alonso logró despertarse y ponerse en movimiento, Rafael hacía rato que ya no estaba en la habitación. Al joven le costó comprender como, después de la borrachera del día anterior, el hombre pudo levantarse tan temprano. Los ronquidos de Manuel, daban cuenta de que él no tenía la misma capacidad de recuperación.
Desde la cocina llegaba el cotidiano aroma del pan fresco de Aurora el cual, a pesar del banquete que había comido hacía unas pocas horas, al muchacho le hizo crujir las tripas.
- ¡Manuel! ¡Manuel!- Le dijo a su amigo, al tiempo que lo zamarreaba.
Cuando por fin logró despertarlo, al guardián le tomó un buen rato erguirse y percatarse de la realidad, quizás su propio vaho lo estuviera aturdiera. Se sentía como si un buey estuviera acostado arriba suyo. Sentándose y frotándose la cara con sus manos, dijo, con la voz más áspera que lo habitual:
- ¿Qué sucedió anoche? ¿Lo arruiné todo?-
- Lo hiciste.- Respondió Alonso con sinceridad y, antes de que la cara de su amigo terminara de transfigurarse hacia una expresión de total amargura, agregó.- Pero igualmente todo salió bien.-
Manuel lo aferró fuertemente de los hombros y dio rienda suelta a su impaciencia.
- ¡Cuéntame!- Dijo.
Alonso narró todo lo sucedido, casi sin omitir detalles; le llevó un buen tiempo hacerlo. Cuando terminó, la mirada del guardián combinaba una mezcla de alegría con incredulidad.
- ¿Es decir que me ha aceptado? ¿Qué la niña podrá ser mía, no solo en sentimientos?- Preguntó.
- Es así, amigo mío. El hombre te ha concedido la mano de su hija.- Y agregó sonriendo.- Con la condición de que no le acabes más el vino.-
Manuel lo estrechó en un fuerte abrazo y, cargado de emoción, solo derramó las pocas lágrimas que su virilidad le permitió.
Luego de lavarse las caras, con el agua casi helada que vertieron en la palangana, se dirigieron a la cocina; allí ya se encontraban Aurora y su padre.
- Los dormilones han resucitado.- Dijo Rafael irónicamente.
Los jóvenes saludaron y se sentaron a la mesa. La muchacha se mostraba indiferente y con cara de enojada, si bien estaba ofendida solamente con el guardián, Alonso fue victima inocente de ese austero trato.
Manuel miró a su amigo, compungido, y con la mano le hizo un gesto preguntándole ¿Qué le pasa? El muchacho le respondió encogiéndose de hombros, mientras reía por dentro.
La inocencia del guardián nada sabe sobre los juegos del amor, pensó.
Una vez desayunados, Rafael le pidió a Alonso que lo acompañara, porque debía darle algo. Esto hizo que la pareja se quedara a solas en la cocina. Cuando salieron el hombre dijo:
- Ahora tendrán la oportunidad de arreglar sus cosas.-
Esta actitud hizo que aumentara la simpatía del muchacho hacia el dueño de casa. Este lo condujo hasta la habitación donde, de un cofre sacó una bolsa, la cual le entregó, diciéndole:
- Estas son las monedas que poseía el enano, supongo que deben ser tuyas.-
El joven recibió la bolsa y revisó su contenido.
- Algunas son mías.- Dijo.- Otras eran de Tiago, se las llevaré a su familia ¡Gracias buen hombre! Agradezco tu decencia. Me tenía preocupado como haría para costearme mi viaje.
El hombre bajó la vista, algo avergonzado por el elogio. Alonso tomó sus pertenencias y las de Manuel y salió del lugar. Era tiempo de partir.
Cuando llegaron a la cocina el joven le dijo al guardián:
- Es hora de irnos.-
Este salió de la cocina, sin dejar de observar a Aurora quien, retribuyendo la mirada, los siguió por detrás. Rafael y Alonso se adelantaron siguiendo la huella que conducía al sendero principal. El muchacho giró la cabeza y vio que la pareja se estaba abrazando; rapidamente cruzó su brazo sobre los hombros del hombre y le preguntó, para distraerlo:
- ¿Por dónde deberemos tomar?-
Rafael le señaló el camino y le indicó que, más adelante, deberían rodear la sierra del Rebolledo, dejándola a su derecha y, posteriormente, cruzar entre la del pocito y la de la Calderina.
Una cosa es aceptar un hecho con cierto desgano, pero otra es ver este consumándose, pensó Alonso para justificar su engaño.
Detrás de ellos Aurora, con sus labios, esculpía un beso tan dulce sobre los del guardián, que este no podría dejar de recordarlo nunca más.
Finalmente la partida se hizo realidad y los dos jóvenes comenzaron a avanzar hacia el camino. La muchacha, en un último acto, corrió detrás de ellos hasta alcanzarlos y, luego de besar la mejilla de Alonso, le dijo:
- ¡Gracias!
Este volvió a demostrar que era capaz de ruborizarse. Agradeció de su parte, los cuidados y la hospitalidad recibida, y siguió caminando junto a su amigo. La niña se quedó mirando, a través de sus lágrimas, como se alejaban. Su padre se puso a su lado y apretó la rubia cabecita contra su pecho.
Salvo el cielo, que mostraba una límpido azul, todo el paisaje estaba teñido por el blanco de la nieve. Padre e hija se quedaron mirando como se empequeñecía la imagen de los muchachos a medida que se alejaban, hasta que desaparecieron de su vista, bastante antes de que llegaran al horizonte.
Pisando la delgada capa de nieve y persiguiendo las nubes de vapor que sus propias bocas emitían, Alonso y Manuel avanzaban a paso firme. El muchacho iba por delante, mientras que el guardián se esforzaba por seguirlo de cerca, luchando contra el freno que le aplicaba la resaca. Marchaban en silencio, cada uno inmerso en sus pensamientos. Manuel disfrutaba del cosquilleo que le provocaba saber que lo recibiría, a su regreso, el amor de la bella muchacha y Alonso alternaba entre la mezcla de sensaciones que le hacían sentir, la tristeza de no contar nunca más con la presencia de Tiago, muy fresca en su memoria, la incertidumbre de no saber como le dirá la noticia de su muerte a su familia y, por otro lado, el deseo de estar con Juana ¿Qué estaría haciendo? ¿Dónde se hallaría? Se preguntaba.
Sumidos en sus reflexiones avanzaron sin detenerse por más de tres horas. Cuando el cansancio les hizo tomar cuenta de ello, decidieron parar para descansar. Al observar el camino desde el cual habían llegado, se percataron que no se veía más la casa de Rafael e, incluso, la torre de Mazar Ambroz, la cual habían visto en la lejanía, sobre la izquierda del camino, al poco tiempo de haber iniciado su caminata.
Se detuvieron y se sentaron sobre unas piedras bastantes grandes y redondeadas. El guardián sacó de su bolsa unos alimentos que les había preparado Aurora, los repartió y ambos comieron.
Procurando que la digestión hiciera su trabajo sin ser perturbada, se quedaron recostados en las piedras. El frío del recuerdo de la nevada los habría incomodado, pero el sol de ese mediodía brillaba con la mayor fuerza con que lo podía hacer en invierno y eso les brindó el calor suficiente para su bienestar.
- ¿Cómo encontraste el libro?- Preguntó Manuel.
El muchacho contó la parte de la historia, que no había narrado en presencia de Aurora y de su padre. Le habló de Onofre, de su regreso a Toledo, de Tiago, Juana, Ximénez, Guillermo y todo lo allí sucedido con los calatraveños. Resultó un cuento tan interesante para el guardián que, aunque el cansancio de la caminata y la resaca de la noche anterior lo habrían hecho dormitar un poco, el interés lo mantuvo despierto durante todo el tiempo que le llevó al muchacho, el relato.
- ¿Cuál es tu historia con él?- Interrogó, como esperando su turno de saber, Alonso.
Cuando Manuel iba a comenzar su crónica, el joven lo interrumpió.
- Cuéntamelo mientras caminamos, ya hemos perdido mucho tiempo.- Le dijo.
Ambos jóvenes se pusieron de pie, acomodaron sus pertrechos y prosiguieron su recorrido.
- Fue hace tres años.- Comenzó Manuel.- Yo había ido a Granada a comerciar con los mozárabes, lo hacía periódicamente. Les llevaba pieles de cordero a las cuales cambiaba por monedas de oro. Como era mudo confiaban en mí, en que no podría contar mucho acerca de ellos. Una tarde, en la que estaba regresando a mi comarca, seguía el curso de un riacho tratando de encontrar un lugar por donde vadearlo, no era tarea fácil, ya estaba entrada la primavera, por lo que el caudal que llevaba era importante. Al doblar por una curva, escuché unos gritos que provenían de él. Corrí hasta el barranco y divisé a una niña que estaba siendo arrastrada por la correntada, se ahogaba. Río arriba vi dos moros a caballo, los cuales habían lanzado sus corceles en feroz carrera, persiguiendo a la pequeña, pero estaban muy lejos. Cuando dirigí mi atención nuevamente a la niña, observé que su cabeza golpeaba violentamente contra una roca. Sus gritos desaparecieron y su cuerpo dejó de hacer movimientos voluntarios.-
Mientras Manuel ensayaba su relato, Alonso era ahora quien, caminando a su lado, había perdido casi la noción de la realidad, entusiasmado por la historia.
- No lo dudé ni un instante.- Continuó el guardián.- Corrí barranca abajo, me arrojé a las aguas, atrapé a la niña y logré llevarla hasta la orilla. Cuando la saqué del agua estaba inconsciente pero aún respiraba. En un acto instintivo la apreté contra mi pecho y la mecí como a un bebé. Me sentía como en un trance. Quizás por el calor que le brindé o por lo que fuera, la chiquita abrió sus ojos y me miró, durante un momento, antes de que los dos jinetes llegaran. Uno de ellos se bajó rapidamente del caballo y arrancó a la pequeña de mis brazos, tomándola entre los suyos.-
Tanto uno por narrar, como el otro por escuchar, ninguno de los dos notaban los quejidos que las doradas hojas muertas de los robles, hacían bajo cada paso que daban. Estaban atravesando un añejo bosque.
- El hombre se llamaba Hakán.- Prosiguió.- Un poderoso guerrero nazarí, primo hermano del mismísimo Muhammad. La niña era su hija, Morayna, tenía 10 años.-
- ¿Y qué pasó?- Preguntó Alonso con impaciencia, como si el guardián pudiera apresurar su relato.
Manuel lo miró con una mueca risueña y continuó:
- Me llevaron a su casa, un palacio, y me cubrieron de atenciones. Intenté explicarles que deseaba y debía irme, pero no pude, ya que no entendía su lengua, plagada de aes y jotas y porque no había idioma que yo pudiera pronunciar, tú sabes. Permanecí varios días allí. Morayna se había encariñado conmigo, era una niña hermosa, tenía los cabellas más negros y brillantes que yo haya visto, unos ojos verde oscuro con forma de almendras y una piel, cetrina y tan lisa, como una porcelana.
Una noche deambulaba por la casa, aburrido e insomne, y me detuve ante una biblioteca plagada de textos que no podía entender. Uno de ellos llamó mi atención, me pareció, en principio, que estaba escrito en árabe, pero cuando fijé la vista en él, sus letras parecieron cambiar y las palabras se volvieron legibles para mí. Lo abrí y descubrí que, aunque sus páginas estaban en blanco, cuando pasaba mis dedos sobre ellas las palabras aparecían y volvían a desvanecerse. Leí todos de los hechizos que en él había. Al día siguiente decidí marcharme y ellos lo aceptaron, aunque, Morayna, lloraba por ello. Hakán me dio un salvoconducto con el cual podría circular libremente por Al Ándalus, lo llevo en mi bolsa, me ayudará para la misión, y me ofreció que me llevase lo que quisiera de su casa. Elegí el libro, el cual me entregó con algo de asombro, no podía entender que me llevara algo con tan poco valor para él. Así fue que me marché. Luego de haber leído completamente el contenido de él nuevamente, lo arrojé a una hoguera que había hecho durante la primera noche de mi viaje de regreso, los hechizos que allí había eran totalmente inútiles para mí.-
Alonso estaba maravillado por la historia. Ser un héroe y vivir en un palacio, era mucho más de lo que le había sucedido a él cuando descubrió “el libro”, en la humilde cabaña de Onofre.
De repente algo sobre el camino, muchos metros más adelante, llamó su atención.
- ¿Qué es aquello?- Le dijo a su compañero, señalando con el brazo extendido.
De atrás de una encina, un hombre corpulento surgió caminando siguiendo la misma dirección que ellos llevaban. De repente, después de unos tropezones, cayó de bruces contra el suelo y quedó inmóvil boca abajo.
Los dos muchachos apresuraron sus pasos, hasta que llegaron rapidamente a él.

lunes, 4 de julio de 2011

Capítulo XXXVII


El humor con el que los recibió la muchacha era otro, sonreía alegremente y sus celestes ojitos parecían centellear. Había decorado la mesa con varios fuentes de barro cocido, en las que descansaban piñas de pino, marrones y secas, combinadas con verdes hojas de helecho, con singular gracia. Otras varias bandejas ofrecían frutas secas, trozos de queso y pan caliente. Una gran jarra llena de un vino tinto, casi tan espeso como la miel, se erguía en el centro de ella. En el caldero burbujeaba un guiso de cordero, que emitía un sinnúmero de agradables aromas, los que prometían un sabor exquisito.
- ¿Qué significa esto?- Preguntó Rafael sorprendido.
- Nuestros amigos se marcharán por la mañana, me pareció atinado despedirlos con un buen banquete.- Respondió ella.
- ¡Qué así sea!- Exclamó el padre, aceptando de buena gana la idea.- ¡Brindemos!- Agregó, en una actitud que auguraba un buen funcionamiento del plan.
Llenó tres copas con vino e invitó a los jóvenes con dos de ellas. Alonso se veía feliz por el buen momento que iban a compartir; pero Manuel estaba tieso y nervioso. Aunque quería mostrarse alegre, apenas le salía una sonrisa fingida. Tomó todo el vino de su copa de un largo sorbo, para ver si el líquido lograba darle algo de ánimo para lo que tenía que hacer.
Sentados a la mesa, comenzaron a comer las frutas, el queso y el pan. En la animada conversación que se había establecido, Alonso, sirviéndole vino con frecuencia, no permitía que la copa de Rafael se vaciara completamente y, este, llenaba la de Manuel reiteradamente.
El ambiente era festivo, no escasearon las bromas ni las carcajadas.
Cuando el guiso estuvo listo, la niña lo llevó, humeante y aromático, a la mesa para que los hombres se sirvieran. Todos comieron a destajo, era una delicia.
- Nada como la mano para la cocina de mi niña.- Pudo decir a gatas el hombre, entre los pocos espacios vacíos que un enorme bolo alimenticio en formación, dejaba en su boca. – Bienaventurado será quien algún día, muy lejano aún, logre convertirse en su esposo.- Concluyó y firmó su sentencia con un eructo.
A Manuel, esta última frase, le provocó palpitaciones y le hizo correr un escalofrío por todo el cuerpo. Tomó la jarra de vino con una mano y con la otra la copa, la cual llenó, y sin soltar ninguno de los recipientes, bebió de una vez hasta el último sorbo que contenía el cáliz, para volver a llenarlo nuevamente.
La niña emitió una sonrisa nerviosa.
Este detalle no pasó desapercibido para Alonso, por lo que miró a su amigo con preocupación y, tratando de llamarle la atención mediante disimuladas muecas, le quiso dar a entender que debía parar con esa ingesta compulsiva de alcohol. No pudo hacer mucho al respecto.
Rafael ya había acusado recibo de los efectos del vino. Sonreía continuamente y su lengua había perdido cualquier atadura que hubiera tenido.
- Este guiso es un manjar.- Dijo a viva voz y continuó.- Mi niña es un sol, como lo fue su madre, no hay hombre sobre la tierra digno de su belleza y sus habilidades.-
- ¡No digas eso, padre! Seguramente alguien habrá de merecerme.- Interrumpió ella.
- ¡No que yo conozca!- Respondió el hombre.
Manuel lanzó una risotada, sin tener consciencia de que la situación, en lo que a él atañía, no era para nada graciosa. Tomó la jarra y se sirvió más vino.
Alonso comenzó a desesperarse, lo que podría haber sido un plan perfecto, comenzaba a transformarse en una escena grotesca. Tratando de que los males no fueran mayores, decidió que era conveniente apresurar el asunto.
- Bueno.- Dijo.- El banquete ha sido maravilloso, les agradezco por él. Pero mañana debemos partir temprano y nos esperará una larga jornada, por lo que me retiraré a dormir.-
Dicho esto se puso de pie.
La joven también manifestó su deseo de retirarse, debido al cansancio que dijo sentir.
- En fin.- Dijo Rafael algo resignado.- Veo que todos deberemos irnos, la fiesta ha terminado.
Cuando intentó ponerse de pie Aurora, siguiendo a la perfección el plan, lo detuvo y, obligándolo a que se quedara sentado, le dijo:
- No, padre, debes quedarte un rato más.
- ¿Eso por qué?- Interrogó este.
- Porqueee… Queda demasiado vino en la jarra y ha estado en ella, fuera del tonel, desde hace unos días. Si no lo beben hoy, para mañana estará agrio. Sería una lástima tirarlo ¿No?-
A Rafael, quien era muy conservador, le pareció una buena razón.
- Me quedaré un rato con el muchacho y daremos cuenta de él ¿No es así amigo?- Dijo y le dio una palmada en la espalda a Manuel.
Si bien el golpe no fue violento, por su estado, el muchacho cayó hacia delante golpeando su frente contra la mesa. Al erguirse nuevamente, con los ojos algo desorbitados, comenzó a reírse a carcajadas.
- Cuenta de él.- Repetía entre risotadas.
El hombre también rió con ganas.
Alonso y Aurora se retiraron de la cocina y se quedaron a un lado de la puerta, oyendo, no sin preocupación, lo que allí adentro ocurría. Durante varios minutos lo único que se escuchaba era el vozarrón de Rafael contando, melancólicamente, los recuerdos que tenía de su difunta esposa, de cómo la peste se la había llevado y cuanto se parecía la niña a ella. Afuera, el desasosiego y la ansiedad de la pareja, anulaba todos los intentos que el intenso frío hacía para molestarlos.
- ¿Cuándo comenzará?- Preguntó susurrando Aurora.
- No te preocupes.- respondió Alonso intranquilo.- Ya pronto lo hará.- Dijo sin convicción.
Esperaron un rato más, escuchando los relatos del hombre, hasta que un sonido inesperado anunció lo peor. Un ronquido de Manuel, les avisaba que el plan había fracasado completamente.
El joven y Aurora se miraron con las cejas totalmente levantadas por la sorpresa. La niña comenzó a lagrimear. Al verla, Alonso, tomó una última decisión, la agarró de la mano y entró con ella a la cocina.
La imagen que vieron al ingresar fue desconsoladora. Con su brazo derecho doblado y apoyado en la mesa, y su cabeza acostada sobre él, Manuel dormía, ajeno al mundo que lo rodeaba. Un hilo de baba, de una tonalidad rosada, prolongaba a través de su mejilla, la línea de su boca hasta las tablas.
- ¡Opa! Han grerresado.- Dijo Rafael -¿Qué hacen por aquí?-
Alonso, con determinación, se acercó hasta él y, sin titubear, le dijo:
- Vengo a pedirle la mano de su hija-
El hombre lo miró un instante con incredulidad, para luego estallar en carcajadas.
- ¡Ja, ja, ja, ja! ¿Tú quieres la mano de mi hija?
- ¡No! Vengo a pedirle la mano para él. Dijo, señalando a Manuel.
La cara de Rafael cambió su expresión. Miró seriamente a Alonso, luego a Manuel y sentenció secamente:
- ¡No!-
- Pero Don Rafael.- Dijo El muchacho tratando de que el respeto abogara por él.
- Don es Alfonso y el que no es un zonzo.- Respondió burlonamente el hombre.
- Don Rafael.- Prosiguió el muchacho sin darse por vencido. – Ese hombre que está ahora así por la desesperación que le provocó la posibilidad de su rechazo, ama a su hija. Tanto la ama que daría la vida por ella. Ya ha dado pruebas de eso.-
- No lo dudo.- Dijo Rafael.- Pero no tiene más que eso prara ofecerle a mi niña.-
El muchacho, aún sabiendo que se estaba por jugar a todo o nada y que lo que a continuación iba a decir, podría desatar la violencia o la amargura, se arriesgó y dijo duramente:
- ¿Y qué riquezas le ha brindado usted a la madre de Aurora?-
Concluida la pregunta el ambiente fue invadido por un silencio, cargado de tensión y nerviosismo.
Alonso sabía que había aplicado un golpe bajo. Le dolía haber realizado semejante crueldad, pero era consciente de que si la situación se resolvía favorablemente para la pareja, iba a ser lo mejor para todos.
A Rafael, la borrachera, le había hecho exponer todos sus sentimientos al desnudo y encerrar el disimulo bajo muchas llaves. Miró a su hija, vio en ella la viva imagen de su difunta esposa y se quebró. Comenzó a sollozar como una criatura, dando una imagen que inspiraba una gran piedad. Aurora se puso a su lado, inclinó su cuerpo hacia delante y lo abrazó, llorando también, para consolarlo.
- Es verdad, muchacho.- Logró decir el hombre.- Nunca pude darle lo que quise que tuviera a Amanda. Deseaba cubrirla de riquezas, de vestidos, de sirvientes. Quería que ella viviera como se merecía y no pude hacerlo, la condené a habitar acá, entre ganados y tierra, sufriendo fríos y miserias. Trabajando, siempre trabajando.-
Volvió a sollozar intensamente. Aurora lo abrazó con más fuerza.
- Padre, padre.- Le dijo, repetidamente, tratando de hacerlo reaccionar, pero el hombre seguía ensimismado en su desconsuelo.
Por fin logró que este, con los ojos inundados por gotas de salmuera, la mirara.
- Padre.- Continuó hablando con suavidad.-Hasta donde yo recuerdo, mamá ha sido feliz. No hubo ningún día en el que no la haya escuchado cantar. No me olvido con la dulzura y admiración con la que te miraba, la alegría que sentía al brindarnos sus atenciones. No creo que haya querido una vida distinta a aquella o que pensara que podría haber encontrado a alguien mejor que tú. Fue feliz.-
A esta altura de la noche, la escena mostraba a Manuel que permanecía, impertérrito, durmiendo sobre sí mismo, mientras que Alonso hacía ya un rato que estaba lagrimeando. Rafael se había ido calmando lentamente y la intensidad de los sentimientos que le habían aflorado, le hicieron pasar, casi por completo, la borrachera.
- Padre.- Prosiguió la niña.- Amo a ese hombre y no espero riquezas de él, solo lo quiero así como es. Él también me ama ¿Podría vivir feliz en un palacio, sabiendo que mi corazón estaría en esta comarca y que mi deseo sería reflejarme en la negrura de sus ojos?-
Cuando terminó la alocución de la niña, el hombre no lagrimeaba más. Nunca había visto las cosas de esa manera, siempre el sentimiento de culpa que cargó, desde la muerte de su amada, le impidió abrir los ojos y evaluar correctamente la vida que le había brindado. Ahora su hija le permitió ver las cosas como realmente fueron y, como desde hacía mucho tiempo que no le sucedía, se sintió desahogado, como si un turbio velo hubiera sido eliminado para siempre de la vista de su alma. Emitió un suspiro largo y profundo. Aurora, sin querer, lo había liberado.
El silencio volvió a ocuparlo todo, pero esta vez la tensión había desaparecido. Lo interrumpió un seco ronquido de Manuel que, en un acto final de comunión, provocó la risa de los tres que estaban despiertos.
Acariciando la cabeza de la muchacha con su mano izquierda, Rafael le dijo:
- Está bien hija, lo acepto. Pero si te hace alguna vez sufrir, se las verá con esta.- Y levantó la derecha.
Aurora abrazó y cubrió con besos a su padre. Alonso tuvo que reprimir un grito de festejo.
- Es hora de que vayamos a dormir.- Dijo Rafael.- Ha sido demasiado por hoy.-
Alonso zamarreó a su amigo para despertarlo. Al sexto movimiento logró hacerlo. Este balbuceó varias palabras incoherentes hasta que, tomando algo de consciencia dentro de lo que su borrachera le permitía, acerca de lo que quería y lo que debía hacer, dijo:
- ¿Lo he lorreado?-
La dificultad con la que vocalizó el guardián, provocó la sonrisa de todos los demás.
- Si, lo lograste.- Contestó su amigo quien, luego lo aferró, y lo condujo, entre bamboleos y tropezones, lentamente hasta la habitación en la que, finalmente, pudo acostarlo.
Esa noche no les costó mucho a ninguno, conciliar el sueño.