martes, 11 de diciembre de 2012

La bala que apretó el gatillo ------------- Capítulo IX

La mañana del lunes de Mercedes había empezado a la misma hora que la del juez pero por otro sendero. Ni bien llegó a su domicilio abordó el viejo ascensor que aún lograba escalar el edificio, dando chirridos, y que la dejó frente a la puerta de su departamento, al cual encontró por demás oscuro. Luego de abandonar el equipaje donde había quedado al trasponer la entrada, se desplomó sobre su cama sin quitarse, ni siquiera, el calzado. No iría a trabajar, por un lado porque ya había pedido permiso para faltar, pero si así no hubiera sido, es día se necesitaba totalmente para ella. El sueño, encolumnado en las filas del cansancio, vencieron a la tristeza y la preocupación y finalmente la hizo dormir aplastando una última lágrima entre sus párpados. Su alma, por un rato descansó.
No amanecía, sino que ya era el mediodía cuando se despertó y aunque una oscura pesadumbre la aferraba al colchón, tuvo la voluntad de levantarse y lavarse la modorra bajo la ducha, aunque no sus pensamientos que no dejaban de dolerle. El silencio le resultaba una mala compañía por lo que puso un disco de Sabina el que con su “no hay nostalgia peor que añorar lo que nunca jamás sucedió” no ayudó mucho. Se preparó la comida que pudo, con lo poco que encontró en la heladera abandonada por tres días y volvió a llorar como una plañidera. No sentía odio, tan solo dolor.
Durante la tarde fracasó en casi todo lo que intentó, no pudo leer, mirar televisión, ni dormir. Si lagrimear y ordenar a desgano el departamento. Si lo hubiera visto su hermano en el estado caótico en el que se encontraba, su meticulosidad lo habría hecho enojar mucho. Era lo único que alteraba la convivencia con él cuando no se encontraba de viaje, por lo demás eran muy compañeros. Mercedes deseó, de a ratos, que él estuviera allí.
Inevitablemente las horas lograron pasar, pero con gran esfuerzo y quizás por comenzar a elaborar la aceptación de lo que había ocurrido, esteba viviendo lo mismo que la walkiria Brunilda. El atardecer la encontró de mejor ánimo, por eso cuando atendió a Fernando por el portero eléctrico, éste no notó nada extraño, pero un rato después, frente a dos pocillos de café que terminaron enfriándose intactos, ella le contó.
- ¡Es un hijo de puta!- Dijo el joven.
- ¡No!- Respondió ella.- Yo soy una estúpida, qué iba a hacer un tipo lleno de prestigio y de plata, y con una familia hecha, con una don nadie como yo.-
- Sigue siendo un hijo de puta.-
- Nunca me prometió nada, fui yo la que creé una fantasía imposible.-
- Es un hijo de puta.- Repitió Fernando sorbiendo un poco de café frío.
- No.- Susurró ella.
- ¡Si! Él sabía que estaba jugando con tus sentimientos, sabía que te estabas enamorando, sin embargo siguió con la relación, consciente de que algún día te dañaría. Dos veces te reconquistó ¿Te acordás?-
- Si, pero la culpa es mía, sabés que no puedo estar con alguien si no me enamoro.-
- ¡Es un hijo de puta! Es como todos ¿No sabés cómo son los machos? Piensan con el pito, lo único que quieren es un hueco donde ponerlo y vos eras eso para él…-
- ¡Basta!- Fue lo último que dijo Mercedes sobre el tema. Después se levantó, recalentó el café y desvió la conversación sobre cosas más banales.
Pidieron una pizza por teléfono y una botella de vino y las mariconadas de Fernando lograron hacerla reír, después de varias horas.
- No vas a poder creer quien me visitó este fin de semana.-
- ¿Quién?- Preguntó retóricamente Mercedes.
- Él.-
- Él ¿Quién?-
- El que ya sabés.-
- Ah, tenés razón ¿El secretario?-
- ¡Siiiii! Belvires, es tan trolo como yo.-
La risa de Fernando contagió a la muchacha casi hasta el borde de la carcajada.
- Estuve re-perra.- Continuó él.- Le dije que si no hacía lo que yo le pedía no pasaba nada… Y lo hizo.-
- ¿Qué le pediste?
El muchacho hizo una pausa para que la expectativa le diera más gracia a lo que estaba por decir.
- Que se pusiera una bombacha, medias can-can y un portaligas.-
Mercedes estalló en una carcajada imaginándose a ese hombre regordete, peludo y semicalvo con semejante atuendo.
- No voy a poder contener la risa cada vez que lo vea.- Dijo y volvió a reír hasta el dolor de estómago.
Fernando continuó contando detalles hilarantes de su encuentro por un rato más, hasta que decidió retirarse ya que al día siguiente tendrían que estar en los tribunales a horas tempranas.
Cuando el muchacho se fue y el efecto de las endorfinas se disipó en el ánimo de Mercedes, no solo que se había quedado sola sino que se sintió en soledad. Acostada y mirando la oscuridad del techo, con las pupilas henchidas, volvió a los llantos.

viernes, 7 de diciembre de 2012

La bala que apretó el gatillo ------------- Capítulo VIII

Peña Saborido arribó a su hogar mientras éste madrugaba en silencio, eran las seis. La única que se despertó por su llegada fue su esposa y cuando la vio de pie, dentro de su camisón de seda, le pareció bellísima por lo que, luego de los saludos, desató sobre ella una pasión como hacía mucho que no lo hacía.
- ¿Qué te pasa? Mi amor.- Interrogó, luego, ella.
- Te extrañé.-
Y su mujer lo besó.
Decidió que ya había dormido lo suficiente y al estar cerca el horario de ir a trabajar, se duchó y se vistió con la impecabilidad de un traje que eligió del vestidor, entre algo más de veinte. El movimiento en la casa ya había comenzado y la empleada había echado a volar el olor del desayuno. Desde lo alto de un entrepiso los niños, vestidos aún con pijamas, vieron a su padre de pie en la sala y bajaron las escaleras a los gritos y corriendo, para abrazarlo. Éste lo hizo a medias tratando de evitar que le arrugaran la ropa.
-¡Hola hermosos! Vengan que les muestro los regalos que les traje.-
El desayuno transcurrió con gran algarabía, Peña contó todo lo que pudo de su viaje y los niños lo aturdieron a preguntas. Susana sonreía satisfecha. Luego todos se dirigieron a sus actividades: los niños al colegio, el Ramón a su juzgado y su esposa al gimnasio.
Cuando el juez llegó al palacio de tribunales lo recibió la sorpresa de un enjambre de periodistas que lo rodearon de micrófonos y grabadores y lo sometieron a preguntas que se superponían unas con otras: ¿Cómo se siente ahora que va a ser integrante de la corte suprema? ¿Esperaba este nombramiento? ¿Cuándo se enteró?
Peña no sabía bien lo que estaba pasando por lo que contestó con evasivas mientras huía escaleras arriba. Al llegar a su despacho le pidió los periódicos a su secretario, Roberto Belvires, quien se los entregó con una extraña sonrisa en su cara que el juez notó. Conocía a ese hombre regordete y calvo desde hacía más de quince años, conocía también a su esposa y sus dos hijos.
-¿Qué pasa?- Interrogó el juez con cierta severidad.
- Ya se va a enterar.- Le dijo éste al retirarse.
No tardó mucho en hacerlo, en la primer página de los tres matutinos decían prácticamente lo mismo “El presidente de la nación envió al senado la propuesta para nombrar Juez de la Corte Suprema de Justicia al Dr. Ramón Edmundo Peña Saborido”. Luego en el cuerpo del artículo mencionaban una breve biografía suya y daban por hecho su aprobación al contar el oficialismo con una amplia mayoría en la cámara baja. El ego se le infló y sintió una sensación cercana al orgasmo, todo lo que había deseado, para lo que trabajó toda su vida, lo que soñó desde aquel día que le entregaron el diploma de abogado, estaba por hacerse realidad , solamente debería sosegar a su impaciencia y esperar que el senado se reuniera. “¿Diez días, veinte?” Pensó.
Intentó concentrarse en la lectura de un expediente que requería atención urgente, pero fue inútil, su mente iba al garete en una especie de Déjà vu inverso, saboreando los placeres de una vida llena de poder y reconocimiento que tenía por delante. Después de varios intentos, a media mañana logró comunicarse con su esposa.
- ¡Lo se, lo se! Me enteré en el gimnasio, te amo.- Dijo ésta antes de que Ramón pudiera emitir alguna palabra.
- Estoy feliz.- Contestó.
- Yo también, sos un genio.-
- Gracias, mi vida. A la noche nos vemos.-
Durante el resto de la mañana y la tarde el teléfono de su despacho no dejó de sonar, desde radios, programas de televisión y redacciones de los diarios más importantes del país los periodistas querían hacerle un reportaje y Peña no se negó a ninguno, aunque sus declaraciones fueron simuladamente cautelosos “falta la decisión final”, “no hay que apresurarse”, decía. Entre tantas comunicaciones una tuvo un tenor diferente, se trataba de un colega suyo, ex compañero de la facultad y amigo, el Juez Rovea, que lo invitaba a festejar el nombramiento en el exclusivo club del barrio de la Recoleta, al que solían frecuentar. Ramón aceptó gustoso.
Salieron de tribunales por una puerta lateral para evitar a la prensa, aunque a esa hora del día, la del crepúsculo, los periodistas ya se había ido.
- Bueno amigo, ya está, lo lograste.- Dijo Rovea.
- Todavía falta.-
- ¡Vamos, Ramón! ¿De qué estás hablando? Si el presidente ya lo decidió es un hecho.-
Al juez le costó disimular que el pecho se le había empezado a henchir ya que el reconocimiento de sus iguales era una de las cosas que más deseaba. Cuando entraron al club los anillos de varias manos de poderosos empresarios y algún político se chocaron aplaudiendo a Ramón quien, sin poder reprimir su alegría, sonrió con orgullo entre los vasos de escocés y el humo de los habanos.
Se sentaron en un rincón de la gran sala decorada con mayólicas traídas de España casi cien años atrás y bajo la mirada pétrea de un retrato de Cervantes estampado en la pared, se hicieron servir dos vasos de whisky. Luego de un breve desfile de los presentes, para estrecharle manos felicitadoras al juez, quedaron en la razonablemente aceptable intimidad que el lugar podía ofrecer.
- Estoy orgulloso de vos.- Dijo Rovea levantando su vaso para brindar.
-¡Gracias! Vos sabés como he luchado por esto.- Respondió Ramón, confrontando su escocés contra el de su amigo.
- Además no me vendrá mal tener un amigo en la corte, ya lo dijo Martín Fierro “hacete amigo del juez…”-
La ocurrencia de su colega hizo que ambos rieran.
- Sos un viejo Vizcacha.- Respondió Peña y los dos rieron con más fuerza.
Rovea, inclinándose un poco hacia su amigo y hablando en voz más baja, le preguntó:
- ¿Y cómo estuvo el viaje con la muchacha?-
- Bien.- Contestó algo titubeante.- En realidad al final se pudrió todo y terminé con eso.-
- ¡Eh! ¿Qué pasó?-
Ramón, luego de tomarse un tiempo para pensar lo que iba a decir y beber un trago, miró a su amigo y le dijo:
- Las amantes terminan siendo todas iguales, al principio no piden nada y prometen no molestar, pero con el paso del tiempo se van tomando atribuciones y empieza a exigir cosas, y vos sabés que yo con eso no negocio. Tengo mi familia y no la voy a cambiar por un polvo a la semana. Así que esta chica se puso pesada y la dejé.-
Su colega lo escuchaba con atención, poco sabía de esas cosas, hacía treintaicuatro años que estaba casado con la misma mujer y nunca había tenido una querida. Con la compulsión que tiene el hombre a dar consejos le dijo:
- Tenés que hacer como yo, cada tanto llamo a alguna de esas modelitos de turno a las que les pagás unos pesos y te vas. Nada de compromisos, cenas ni otras cosas.
- Tenés razón, me vas a tener que pasar algunos teléfonos.- Le respondió el juez terminando su whisky y comenzando una carcajada compartida.
- Mañana te llevo el listado.-
Estuvieron conversando un buen rato hasta que, cerca de las veintiuna, decidieron dejar el lugar y dirigirse cada uno a su casa. Ramón caminó hasta el estacionamiento escuchando la compleja sinfonía de motores, sirenas y voces lejanas que, como una radiación de fondo, ofrecía Buenos Aires, y pensando que justa estaba siendo la vida con él.
Luego en su casa, con precisa puntualidad la criada sirvió la cena, apenas un minuto después de que el juez llegara. Ponía mucho énfasis en ello ya que antiguos retrasos le habían valido algún reto. Esa noche ya sea por el regreso de Ramón o por las buenas noticias, Peña no sintió fastidio ante el bullicio de sus hijos ni la incontinencia verbal de su mujer y el cotidiano acontecimiento de la hora de comer fue casi como una fiesta. Más tarde el doctor se acostó sin pensar ni haber pensado en todo el día en Mercedes, hasta que la llama de su conciencia se apagó.

miércoles, 5 de diciembre de 2012

La bala que apretó el gatillo ------------- Capítulo VII

Ya era domingo por la mañana cuando Ramón había madrugado mientras Mercedes seguía acunando a su resaca. Finalmente, apenas pasadas las nueve, ella abrió sus ojos y se tomó el dolor de su cabeza con ambas manos. Él la vio desde el balcón y giró nuevamente su vista hacia el horizonte celeste, esa vez no habría acción. Luego entró a la habitación y se acercó a la cama.
-¡Hola! – Le dijo.
- ¡Mnnn! Me estalla la cabeza ¡Qué tarada soy!-
La resaca vuelve abstemio a cualquiera, hasta la borrachera siguiente.
-¡Hola!- Alcanzó a decir Mercedes.
- Si querés quédate un rato en la cama que yo traigo el desayuno.- Sugirió.
- ¡Dale!-
- Bueno, ya vuelvo. Espero que no hayan cerrado.-
En la soledad de la habitación Mercedes se durmió nuevamente hasta que él regresó con una bandeja suculenta que le sirvió en la cama. La leche, el jugo y los bocados, en combinación con una aspirina que Ramón había traído de la recepción, la hicieron sentir mejor.
-¡Sos un ángel!- Dijo ella.
Un poco más repuesta, se levantó y se dirigió a darse una ducha. Tanto mejor estaba que lo hizo sonriendo.
Mercedes solía tardar bastante tiempo cuando se daba un baño, pero esta vez fue la excepción. Abrió la puerta con sus ruidos eclipsados por el sonido del televisor, que Ramón había encendido, y lo halló mirando por el ventanal y hablando por teléfono.
- ¡Bien! Descansé bastante, aunque me aburrí un poco.
Calló por un instante y luego volvió a hablar:
- Salgo a las 16:00 hs, llego mañana temprano.-
Escuchó el metal de la voz del otro extremo y a su turno prosiguió.
- No, linda, me tomaré un remise en el aeropuerto.-
Y finalmente, antes de terminar con la comunicación, sentenció:
- Yo también, mi amor. Nos vemos. Besos.-
Esa puñalada de realidad hirió de muerte al sueño del corazón de Mercedes.
-¡No vuelvas a hacerme esto nunca más!- Le gritó a la espalda del juez.
El juez giró y la miró con extrañeza.
- No vuelvas a hacerme esto nunca más.- Dijo ahora entre sollozos.
El juez se encolerizó.
- ¡Hacerte qué! Vos sabés como es mi vida, además nunca te prometí nada.-
Fue el golpe de gracia, como por la revelación de un truco la magia se acababa de extinguir y de repente, de una manera lacerante y frente a frente, se desconocieron el uno al otro. Ella no respondió, solamente incrementó su llanto. Él, tímidamente, comenzó a intentar consolarla pero lo que habían planeado como un viaje de placer, se transformó en un fastidio que haría que las horas empezaran a tardar en suceder.
Sin dejar aún el hotel, al mediodía almorzaron en silencio, el juez con hambre y ella sin comer. Luego ella se retiró a la habitación mientras que Ramón se quedó frente a un pocillo de café que estuvo un largo rato luciendo la borra de su fondo. A las dos de la tarde regresó a la suite y encontró que a Mercedes todavía le quedaban lágrimas para llorar y la abrazó –ella se dejó- Le secó algo del llanto con el pulgar y mirándola a los ojos le dijo:
- ¡Perdón! ¡Perdón! Hermosa.-
Mercedes lo miró y, sin decir nada, fue calmando su angustia. Poco a poco fueron casi dejando la situación en el olvido, hicieron el último amor protocolar y con pocas ganas y luego comenzaron a prepara su partida.
En el auto que los llevó camino al aeropuerto cada uno miraba en su ventanilla como se alejaba el paisaje que le había tocado, en el caso de Mercedes el mar. Llegaron al lugar y al hacer los trámites pertinentes a ella la obligaron, por un instante, a que se quitara los lentes oscuros que cubrían su tristeza. Luego se sentaron a esperar el momento de abordar el avión. Los diálogos que mantuvieron fueron tan cortos como escasos y referidos, únicamente, a cuestiones prácticas.
Cada uno estaba preocupado y triste a su manera y por distintos motivos. A ella la realidad se le había revelado tal cual era y no le gustaba, no la quería así. Se sentía usada, pero en ese sentimiento lo que más la atormentaba, era la conciencia de que había sido ella la que se había dejado usar. Tanto creyó eso que casi no culpaba por ello al juez.
Peña, a diferencia de Mercedes, sentía la sensación, como si fuera un niño caprichoso, que el jueguito que había jugado ya no era como él quería que fuese. Le dio también temor la reacción posesiva que había tenido ella, la cual creía que no tenía lugar porque siempre había planteado como eran las cosas. Sentía que la desconocía y que podría complicar su vida.
En algo si coincidieron, ambos estaban decididos tácitamente a terminar con la relación.
Se sentaron en unas butacas frías que en nada se parecían las plagadas de arrumacos y alegría que ella había imaginado, apenas dos días atrás. Ya en vuelo se predispusieron a soportar como pudieran las doce horas lentas que les esperaban atravesando ese cielo aciago. Ella fingió que leía algunas revistas y él que dormía, aunque por momentos lo hizo. El interminable zumbido de la nave los sumergió cada vez más en un profundo mutismo. Lejos había quedado la encantadora pareja de ancianos del viaje de ida de ella.
Todos los finales terminan al final y el de aquel viaje lo hizo en el aeropuerto de Ezeiza. Bajando la escalinata del avión ella atinó a decir, como si hubiese sido necesario:
- Me abro de esta historia.-
Y él, redimido y aliviado, respondió sin abogar:
-Está bien.-
Y eso fue todo, luego, aunque coincidente, el rumbo hacia la ciudad los llevó de manera separada.

martes, 4 de diciembre de 2012

La bala que apretó el gatillo ------------- Capítulo VI

Cuando la mañana les abrió los ojos se encontraron mirándose.
- ¡Hola, mi vida!- Le dijo ella en tres susurros felices.
- ¡Hola belleza!- Respondió él, descubriendo que no era tan linda en esa situación.
Ella podría haber descubierto lo mismo, pero no pudo. Le dio un beso en la boca que al juez no le supo del todo bien y sonriendo comenzó a jugar con sus manos en una exploración que pronto encontró su tesoro.
¡Quién sabe hasta cuando un hombre de su edad podría aguantar ese ritmo!
Más tarde se ducharon, y vistiéndose con ropas ligeras, que incluía en ella un traje de baño, se fueron a desayunar. La muchacha bromeaba casi a los gritos y se reía a cada instante.
-¡Shhh! Más despacio.- Le pidió Ramón.
- ¡Viejo cascarrabias!- Le respondió ella mientras le pellizcaba con suavidad una mejilla.
Él sintió un repentino enojo pero, finalmente, la jovialidad de Mercedes lo hizo sonreír.
- ¿Querés que vayamos al cuarto de nuevo?- Preguntó pícaramente ella.
- ¡Ja, ja! Qué pensás que soy ¿Lando Buzzanca?-
- ¿Lando Buzzanca?- Interrogó Mercedes.
Ramón estalló en una carcajada y tuvo que contarle una vieja película.
- ¿Existía el cine en esa época?- Ironizó ella. – Te voy a hacer pedir “basta”.- Terminó comentando con algo de malicia y soberbia en su mirada.
Esto último le desagradó un poco al juez.
Eran las 8:40 cuando bajaron por las calles en dirección al puerto, que no quedaba a más de cinco cuadras. En el trayecto Peña se detuvo en un negocio y compró una carísima botella de escocés y dos latas de caviar.
- Por si el chileno no tiene buen gusto.- Dijo.
Al llegar, el mar junto al muelle estaba sembrado de numerosos mástiles idénticos que se mecían suavemente al ritmo de las tímidas olas e invitaban a la desorientación. El agua se mostraba algo adormecida. Desde la proa de uno de los veleros Miguel les hizo señas con el brazo en alto.
-¡Acá, Doctor!- Gritó.
La pareja abordó la embarcación y se produjo la ceremonia de los saludos. Dolores vestía una bikini en la que apenas cabían unas pocas flores estampadas, dejando a la vista un cuerpo de una perfección inmejorable. Sonriendo con la brillantina azul de sus ojos les dio a ambos un beso en la boca, lo que extrañó un poco a los argentinos.
- La brisa es suave pero persistente, podremos navegar con placer.- Dijo Miguel.
La chilena tomó de la mano a Mercedes y levó las curvas propias y ajenas hasta unas reposeras que, en la popa, esperaban por el bronce del sol. Lazarte soltó la amarra umbilical que unía al muelle con el barco y de un salto lo abordó, encendió el motor y lo guio aguas adentro en donde, con gran habilidad y la ayuda que le pedía al juez, desplegó las velas para hacerlas embarazar por el viento.
La navegación fue un placer, el mar era un espejo de los mejores sueños y todos disfrutaron la compañía de dos delfines que, a poco de haber zarpado, se bañaban en la turbulencia de la estela que iban dejando atrás.
Tres horas más tarde anclaron en la soledad de unas aguas desde donde se podían ver, a lo lejos, las costas del parque Tayrona y los pies rocosos de la sierra Nevada mojándose en el mar, frente al cabo de San Julián del Guía.
En la intimidad del puesto donde estaba el timón, Miguel interrogó a Peña Saborido:
- ¿Le gusta la Dolores, Doctor?-
El juez se sorprendió por la pregunta y pensó qué respuesta daría.
- Si, es linda.- Contestó con simpleza.
- Nos gusta intercambiar parejas.- Replicó con naturalidad, con la vista clavada en el horizonte y las manos inútilmente aferradas a las cabillas del timón.- Su guagüita también es bonita.- Sentenció y, secamente, interrogó:
- ¿Qué hacemos?-
La pregunta desconcertó a Ramón, por un momento se le ocurrió preguntar inocentemente “¿Qué hacemos con qué?” o mostrase ofendido, pero sabía lo que le estaba proponiendo su colega y la rubia era una irresistible invocación al placer.
- No se.- Respondió.- Déjeme ver cómo puedo hacer. No sé cómo se lo puede tomar Mercedes.-
El chileno lanzó una risotada que los vientos se llevaron al mar.
- ¡Dele hombre! Usted puede convencerla.-
La idea de una orgía no había estado en los planes del juez, pero no le desagradaba, “al fin y al cabo cuántas canas me quedan para tirar al aire”.
La actividad en el velero fue haciendo alternar situaciones. El juez comenzó a mirar a la rubia con otros ojos, sobre todo cuando la joven, sin ningún pudor, se quitó la parte de arriba de su traje de baño para no provocarle sombras a su bronceado. Las idas y vueltas hicieron, en un momento, que Ramón se quedara a solas con Mercedes.
- ¡Hola linda!- Le dijo saludándola por la intimidad.
- ¡Hola mi amor!- Respondió ella recostada en la reposera y brillando de calor.
- ¿Qué conversaste con Dolores?- Preguntó él, con la esperanza de encontrar el camino allanado para lo que quería lograr.
- Nos contamos de todo, es secretaria como yo, pero de un odontólogo. Es macanuda.-
- Son…- Dudó Ramón.- Swingers…-
- ¿Qué?- Dijo ella.
- S… wingers, intercambian parejas.-
- No se te estará ocurriendo…- Dijo Mercedes.
Peña Saborido al ver que su intento perecía casi antes de nacer, tomó una actitud algo agresiva para defenderse con un ataque.
- Ocurriendo qué, no pensarás que me prendería en esa ¿No?-
- No.- Respondió ahora titubeante ella.- No mi vida.-
Ramón se agachó hacia la reposera y la besó suavemente. Ninguno volvió a tocar el tema pero algo en Mercedes no la convencía “Si Ramón podía estar con ella y con su esposa, por qué no podría pretender acostarse con Dolores”, pero rápidamente su mecanismo de autodefensa descartó aquel pensamiento ya que no formaba parte de su fantasía.
Era el mediodía y el chileno miró el sonar para descartar la presencia de tiburones en la zona, luego de hacerlo invitó a los tripulantes a nadar. El agua los refrescó a todos menos a Peña Saborido quien no solo no se sintió atraído a hacerlo, sino que ni siquiera había llevado traje de baño. Bajo la transparencia del Caribe, el juez admiró la armónica sinuosidad del cuerpo de la rubia y suspiró en silencio.
- Vigile de tanto en tanto el sonar, Doctor. No quiero se bocadillo de los peces.- Le gritó Miguel.
Así lo hizo, los únicos cuerpos grandes que mostraba el aparato eran los de los tres bañistas y los de los dos delfines que nadaban entre ellos con su risita nerviosa.
Más tarde, con el sol instalado en la punta del palo mayor, los anfitriones comenzaron a poner en la mesa una serie de alimentos que incluían alcaparras, trufas, atún, gambas y el caviar que había comprado el juez, entre otros, quien comprobó que su duda había sido infundada, Lazarte definitivamente tenía buen gusto.
Almorzaron entre las risas que fue desatando el champagne y la sobre mesa con hielo en el escocés de Ramón. La rubia seguía sin soutien y el juez, al bromear sobre ello, recibió una mirada inquisidora de Mercedes que ni siquiera notó. En un momento los ojos de ambos hombres se enfrentaron y Miguel interrogó a Peña levantando las cejas y el mentón, éste le respondió, disimuladamente que “no”, por lo que el chileno hizo un gesto, simulando brevemente, preocupación.
Mercedes observó toda la escena y entrecerró los ojos.
El chileno se puso de pie y, pidiendo disculpas, tomó a Dolores de la mano y la llevó por detrás de una puerta de un camarote que se cerró a su paso.
Ramón se quedó con resignación, sentado y aferrado a un vaso de whisky en el cual intentaban sobrevivir unos trozos de hielo.
- ¿Qué fue eso?- Interrogó, severa, Mercedes.
- ¿Eso qué?- Respondió Miguel.
- Esas señas que te hacías con el ¡Doctor!-
Otra vez Peña eligió el ataque:
- ¿De qué estás hablando? Estás algo paranoica ¿Qué te pasa?-
La muchacha otra vez se dio por vencida y no insistió con sus preguntas, pero algo en la magia sentía que se estaba descascarando.
Ramón, cambiando de táctica y sintiéndose liberado, la tomó de la mano y la llevó a cubierta a observar el Caribe, mientras la abrazaba por detrás, por lo que no notó que ella sumaba una gota salada más al mar.
Al rato apareció Dolores y detrás de ella Miguel con la botella de escocés y los vasos en la mano.
- ¡Amigos, vamos a brindar, hoy es un gran día!- Dijo el chileno.
Eso sacó a la pareja de la abstracción en la que se hallaban y, ya sea por el alcohol o por el olvido que había vuelto a refundar su fantasía, Mercedes volvió a reír.
Más entrada la tarde el sol en su retiro les indicó que era la hora del regreso. Miguel encendió el motor del velero y las hélices hicieron el trabajo de un viento declarado en huelga. Al poco tiempo la ciudad se les fue presentando cada vez más nítida.
Lazarte había cambiado de hotel, con la llegada de Dolores, por lo que se despidieron en el puerto.
- En pocos días debo visitar Buenos Aires.- Dijo el chileno.
- ¡Qué bueno! Pongámonos en contacto antes, me gustaría recibirlo como se merece.-
- Se lo agradezco colega, lo llamaré antes de partir.-
Luego de eso como Ramón no mencionó nada acerca de volverse a encontrar para la cena, Miguel notando esa omisión, tampoco dijo nada al respecto y se dijeron “adiós”.
En el resort, una hora más tarde, la ducha los había depositado nuevamente en la cama por lo que el doctor quedó exhausto. Cenaron en la habitación, mirando una película que no veían, acompañando la comida con una botella de vino que a Mercedes, con la ayuda del whisky del velero, terminó emborrachando y durmiéndo temprano. Ramón aprovechó para ver unos informativos y llamar a su casa.

lunes, 3 de diciembre de 2012

La bala que apretó el gatillo ------------- Capítulo V

Las ruedas del avión besaron el asfalto del aeropuerto emitiendo una bocanada de humo, mientras Ramón lo miraba a través de un ventanal con la impaciencia palpitándole con arrebato debajo de la solapa izquierda de su saco. Observó uno a uno a los pasajeros que arrojaba el Jumbo hasta que la detectó y sintió un repentino impulso instintivo y bajo.
Ella se quedó un momento parada en la escalinata observando a lo lejos el edificio bajo la torre de control, intentando verlo, pero no lo logró y un temor la invadió “¿Y si no estaba? ¿Y si se había arrepentido a último momento?”. Las nubes de pesimismo se le disiparon cuando entró al gran salón del aeropuerto y lo vio compartiendo con ella una inmediata sonrisa. Lo saludó con la mano y le tiró un beso mientras iniciaba los trámites de migraciones. Le parecieron un eternidad esos minutos que la mantuvieron lejos de sus brazos, hasta que un último sellado la liberó.
- ¡Al fin! ¡Al fin, mi amor!- Le dijo mientras lo besaba.
Él, algo más frío, alcanzó a decirle:
- Te extrañé.-
- Esta va a ser nuestra luna de miel, una maravillosa luna de miel.- Comentó ella sin disimular su entusiasmo.
- Si, lo va a ser.- Respondió Ramón y tomando su maleta la guio hasta el estacionamiento en donde había dejado un auto alquilado.
Al subir al vehículo se miraron a los ojos y después estuvieron un rato besándose y acariciándose como dos estudiantes en un antiguo autocine hasta que consideraron que había sido suficiente.
Mientras se dirigían al hotel, Mercedes fascinada por la situación que estaba viviendo y la belleza del lugar al cual decoraba el Caribe, gritaba de alegría mientras el aire marino que entraba por la ventanilla del auto le remontaba los pelos hacia atrás. Él, también entusiasmado, con una sonrisa en la boca le pedía que hiciera silencio.
- ¡Te amo!- Dijo ella.
En el hotel se registró rápidamente porque él ya había dejado instrucciones de que vendría su esposa y se había cambiado de habitación a una suite más grande. Al entrar en ella Mercedes se arrojó sobre la cama boca arriba.
- ¡Uouuuuuh!- Dijo.
Ramón se dejó llevar por su tentación y se acostó sobre ella besándola y tratando de disimular el rápido efecto que le estaba haciendo la pastilla que había tomado antes de salir para el aeropuerto.
- Voy a darme una ducha.- Dijo Mercedes.- El viaje me ha ensuciado.-
Ramón la esperó impacientemente y entusiasmado, caminando de un lado a otro o mirando el cobalto del mar por la ventana. Cuando Mercedes salió por fin del baño, envuelta en un toallón que no tardaría en caer, él deseo hacer de todo y ella lo complació con pasión.
Al rato, cuando los besos cedieron ante el reposo, la muchacha dijo:
- Tengo mucho hambre, mi vida.-
- Vamos a cenar a Barranquilla.- Respondió el juez en un tono entre afirmativo e interrogante.
- Adonde quieras.- Contestó desde su amplia sonrisa y con brillo en su mirada.
Ambos se vistieron intercambiando algunos juegos de manos y risas en actitud de adolescentes hasta que se fueron del hotel.
Mientras bordeaban en un auto sobre la costanera al malecón que protegía al continente de los ocasionales enojos del Caribe, disfrutaron de la frescura de la sal del aire escuchando una música romántica y agradable. Mercedes descubrió que la noche del mar es más generosa en estrellas que la de Buenos Aires. Cuando llegaron al restaurante ya eran pasadas las 22:00, por lo que encontraron que todas las mesas estaban ocupadas.
- Si son tan gentiles de esperar un poco ya les hallaremos una ubicación.- Les dijo una elegante metre vestida con un impecable smoking y luego los invitó a esperar en una sala en donde, sobre unos cómodos sillones, los convidó con una copita de jerez.
Mercedes, fruto de la excitación que tenía, le hablaba sin detenerse al silencio de Ramón cuando una voz la interrumpió:
- ¡Qué casualidad encontrarlo acá, Doctor.!
El juez sintió un repentino sobresalto al ver vulnerado su anonimato, pero cuando desvió su vista del escote de su amante para dirigirla a los ojos de su interlocutor se tranquilizó rápidamente. Lazarte, debajo de su calva, le sonreía cómplicemente.
-¡Miguel!- Dijo Ramón sorprendido y poniéndose de pie por cortesía le estrechó la mano. Mercedes también abandonó el sillón.
Junto al chileno y de su brazo, una hermosa joven rubia – Que no hacía juego con él- de boca amplia y sensual, les sonreía a todos.
- Le presento a Dolores.- Dijo sin más explicaciones.
Se intercambiaron algunos “mucho gusto” y el juez hizo su parte:
- Ella es Mercedes, mi…- Y dejó inconclusa una frase que se negó a redondear.
- No nos imaginamos que habría tanta gente.- Comentó Dolores recorriendo con la mirada todo el sitio.
- Conozco otro lugar.- Dijo Miguel mirando con picardía a Ramón quien, por un instante, sintió cierta intranquilidad por desconocer el grado de discreción de su colega.
- ¡Qué bueno!- Alcanzó a decir Mercedes antes que la metre se les acercara a decirles:
- Su mesa está lista.-
Ramón la miró con autoridad y le preguntó:
- ¿Pueden prepararla para cuatro?-
- Si, no hay ningún inconveniente, señor.-
- ¿Quieren acompañarnos?- Les dijo a la pareja de chilenos.
- Será un placer, Doctor.- Fue la respuesta de su colega.
La espera había valido la pena ya que los ubicaron en una terraza en la cual, detrás de una baranda, las olas del Caribe les brindaban sus oscurecidos soplidos recurrentes y el graznido ocasional de alguna gaviota desvelada, dándole un toque más de fantasía a la noche.
La cena transcurrió con más risas que bocados. Miguel resultó ser muy ocurrente y parecía estar especialmente inspirado. Ramón agradeció internamente su presencia.
Luego del postre, Dolores, fiel a su naturaleza femenina, le pidió a la argentina que la acompañase al toilette, lo que hizo que ambos hombres quedasen en una cómplice intimidad.
- Debo aclararle Doctor.- Dijo Miguel.- Que esa joven no es mi esposa, la conocí hace un tiempo en Viña del Mar y la frecuento cada tanto. Es muy discreta.- Y lanzando una carcajada concluyó: Y algo cara.-
Ramón, riendo también, le respondió:
- Lo he sospechado, Doctor. Usted me dijo que tiene cinco hijos y esta niña parece más ser uno de ellos que su madre.-
- Su esposa tampoco parece ser la mamá de nadie.- Respondió el chileno envuelto en carcajadas.
-Usted sabe como es esto, Doctor.- Fue lo último que alcanzó a decir Ramón antes de que regresaran las mujeres.
- Viejo pirata.- Farfulló Miguel.
- ¿De qué se ríen?- Preguntó Mercedes.
- Es muy gracioso el Doctor.- Dijo Peña Saborido.- Imagino los juicios orales a su cargo, hasta los acusados deben escuchar las sentencias con placer.-
Esta vez fue Ramón quien provocó la hilaridad.
- Perdóneme, Doctor.- Comentó el chileno cuando las risas se calmaron un poco.- No se si tienen algún plan para mañana, pero he alquilado un velero y, dejando de lado la falsa modestia, soy muy ducho en su manejo. Sería estupendo que nos acompañaran a pasar el día en él junto a la Dolores.-
Mercedes miró a Ramón y éste a ella con caras de “¿Y por qué no?” por lo que él, tomando la voz de mando, respondió:
- Será un placer.-

domingo, 2 de diciembre de 2012

La bala que apretó el gatillo ------------- Capítulo IV

Las aves no ganan altura porque son valientes sino que sienten el volar como algo natural, como un hombre el caminar. Pero si se invierten las acciones, ninguno de los dos está cómodo. Por eso cuando Mercedes subió al avión, apenas podía disimular el temblor de su temor y cuando las turbinas, al arrastrar a la máquina, dejaron de manifiesto que estaban haciendo un gran esfuerzo al tragar y escupir el aire, ella casi entró en pánico, sintiendo esa sensación que producen los minutos poco deseados de parecer que contienen más segundos que los que les corresponden. Una vez estabilizado el vuelo, lentamente, a fuerza de las sonrisas de las azafatas, se fue calmando y enfocando sus pensamientos en los momentos que estaba por vivir.
Nunca anteriormente había viajado en avión, eso de por sí era todo un acontecimiento emocionante, pero lo más trascendente, en esos instantes para ella, era el amor; creía fervientemente en él. Con sus anteriores parejas nunca había logrado relaciones duraderas ya que cuando sentía que la pasión comenzaba a cederle su lugar al acostumbramiento, fiel a sus principios, consideraba que el estar juntos había perdido sentido y rompía con esos compromisos. Esta vez creía que todo era diferente, su amor hacia Ramón era creciente y percibía que estaba siendo correspondida de igual manera. Por eso en un momento el viaje la encontró sonriendo feliz, con su frente apoyada en el vidrio de la ventanilla que daba al lomo del cielo, a través de la cual miraba al mundo, lejos y abajo, pasar como una maqueta.
La escasez le otorga valor agregado a las cosas, aún a las más sencillas, por lo que la expectativa de vivir varias de ellas, al menos por un par de días, la hacía feliz. Nunca había ido a cenar con Ramón sin sentirse oculta o clandestina, pero esta vez podría hacerlo. Nunca se había despertado a su lado, ni compartido una tarde ni un desayuno. Festejó su alegría con un suspiro de telenovela.
A las dos horas de viaje intentó dispersar su pensamiento con algo que la entretuviera un poco, por lo que tomó el libro de autoayuda en el cual un señalador le mostraba el lugar del último abandono, pero sin poder concentrarse en la lectura lo dejó marcado en la misma página, posición desde donde debería volver a recorrerlo. Comió algunos bocadillos a desgano y también estuvo un largo rato con los ojos cerrados viendo cosas. La vida por fin la había venido a visitar y hacía varios días que sus llantos parecían haberse ido de vacaciones. El principio de algo es mejor que su desarrollo ya que el poder de lo potencial es más placentero que el de lo real.

- ¿No puede dormir?- Le dijo una mujer mayor que estaba sentada a su lado y sobre la que no había prestado mayor atención.
Sin esperar una respuesta la anciana sacó de su cartera una fotografía de un bebé regordete y rozagante y se la mostró a Mercedes.
- Es mi nieto que nació hace dos meses y vamos a visitarlo.- Continuó, evitando lo cenagoso de los preámbulos.
- ¡Qué hermoso! ¿Es el primero?- Contestó ella tomando la foto con sus dedos.
- No, el quinto.- Le respondió, al lado de la sonrisa orgullosa de su esposo.
- Se llama Francisco.- Acotó él.
- Francisco, como su abuelo.- Complementó la señora y, con la desinhibición que otorga la vejez, continuó:
- En Diciembre cumpliremos las bodas de oro.-
Mercedes los miró con admiración y alegría, esas cosas le generaban optimismo y alegría y le hacían creer en la felicidad. “Cincuenta años juntos, medio siglo”. Pensó, “cuánto amor debía haber para lograr eso” y por un instante creyó en todo lo bueno.
- Perdónenme lo que voy a preguntarles ¿Cómo han hecho para permanecer tantos años juntos?-
Ambos se miraron con ternura y sus ojos se sonrieron con complicidad a través de las arrugas que les había tallado el tiempo. Fue la mujer quien comenzó a explicarlo con sentencias breves y concisas:
- Respeto, comprensión, paciencia, aceptación, balance.-
- ¿Balance?- Preguntó Mercedes.
Entonces fue él quien tomó la iniciativa de la respuesta.
- La vida es como un negocio, como una empresa, en todo lo que hacemos hay un costo y un beneficio. Tener un hijo implica el costo de vestirlo, alimentarlo, cuidarlo y dedicar tiempo para atenderlo. Pero también brinda sus beneficios, como la satisfacción de verlos crecer en todos los sentidos, de que consigan logros, de sus caricias y sus besos sinceros, de su agradecimiento y más tarde, con el tiempo, de la bendición de los nietos. Si uno valora las cosas en su justa medida y compara, comprende que los beneficios superan por mucho a los costos y que el balance es positivo. –
Hizo una pausa para lanzarle a su esposa una mirada que traslucía el amor que le tenía y continuó:
- En el matrimonio es lo mismo, hay que ser fiel, tolerar algunas miserias ajenas – Todos las tenemos- y dejar de lado muchos egoísmos, pero a su vez se recibe la satisfacción del amor, la bendición de la compañía, la comprensión ajena, la protección, los cuidados, el reconocimiento y el consuelo. Todo eso suma y, en nuestro caso, el valor final de los beneficios es mucho mayor que el de los costos.-
- Un balance positivo.- Acotó la anciana.- Yo creo que ahora la juventud quiere solo los beneficios sin pagar los costos, por eso ante cualquier situación adversa enseguida se divorcian.-
Luego la mujer la miró con su cara que irradiaba bondad y felicidad y Mercedes deseo llegar a la vejez así, inmersa en el amor de un hombre que la correspondiera y que fuera su media alma de por vida y el complemento de su corazón. Por un momento, sonrió con ganas.
- Tuvimos momentos malos, también.- Dijo la señora tratando de explicar que el paraíso no es perfecto.
- Una vez discutimos y ella se fue a vivir con su madre.- Comentó él riéndose.
La anciana comenzó también a reírse:
- ¿Te acordás?-
Mercedes, por contagio, también lanzó una suave carcajada.
- Éramos muy jovencitos. – Contó ella.- Él había ido a una cena con sus amigos de la oficina y llegó muy tarde y un poco borrachín, yo no había podido dormir porque tuve miedo por estar sola y al verlo llegar así…-
- Ja, ja, casi me tira con un plato. Nunca más volví a hacerlo.- Acotó el anciano.
- Al día siguiente me fui a lo de mi madre ¿Te imaginás? En esa época estaba muy mal visto divorciarse.-
- ¿Y qué pasó?- Preguntó Mercedes algo ansiosa.
La abuela continuó:
- Él me fue a buscar y a pedirme perdón a las dos horas. Yo tenía tantas ganas de volver que no le había contado nada a mi madre. Tuve que inventarle una historia para justificar por qué la había ido a visitar con una valija.-
Los tres rieron a coro.
La conversación con la pareja continuó muy entretenida lo que hizo que se aceleraran las horas y el viaje durara menos. Ellos le contaron su vida con entusiasmo y orgullo y ella sintió que esto último, el orgullo, era justificado ya que eran un matrimonio ejemplar.
Cuando le tocó el turno de contar a Mercedes no dijo la verdad, únicamente, cuando mencionó que con quien se iba a reunir era su novio, pero en su creciente fantasía no sintió que estuviera mintiendo.
Ni bien la voz metálica que emitían los parlantes les pidió a los pasajeros que se ajustaran los cinturones, la anciana comenzó a despedirse llenando de halagos y bendiciones a Mercedes, y si bien el descenso del avión era casi tan temerario como su despegue, la muchacha se sentía tan entusiasmada y plena que no paró de sonreír.
En el aeropuerto de EL Dorado, Bogotá le mostró un paisaje exiguo. Volvió a despedirse de los ancianos, quienes habían llegado a su destino, y se embarcó en otro avión con rumbo a Santa Marta. En este segundo viaje, mucho más breve, logró dormir un poco y soñar.
Finalmente al sobrevolar el aeropuerto Simón Bolivar el aterrizaje se le hizo eterno.

viernes, 30 de noviembre de 2012

La bala que apretó el gatillo ------------- Capítulo III

Cuando Ramón llegó al aeropuerto lo estaban esperando el juez colombiano Juan Martín Hurtado Mansilla, con quien había intercambiado correos, y su secretario. Lo saludaron como la eminencia que era, ya que su excelencia en la justicia penal era reconocida en todo latino américa y era bien sabido que pronto asumiría como miembro de la corte suprema y lo condujeron a una limusina con la que se dirigieron al hotel por la avenida separada de mar por el malecón de Santa Marta.
Al llegar a un Resort asomado hacia el Caribe, tomó conciencia de que iba a disfrutar de su estadía allí. El lugar era paradisíaco, un complejo de pequeñas torres de no más de seis pisos que rodeaban varias piletas alveolares custodiadas por palmeras. El lujo estaba al alcance de su mano, como a él le gustaba, y el anonimato, ante la mayoría de la gente que allí estaba, sería el cómplice perfecto de su libertad.
Las primeras dos jornadas del congreso le resultaron algo aburridas ya que no halló grandiosidad en ninguna de las disertaciones y durante las cenas de camaradería se veía obligado a prestarle atención a sus colegas, mientras que sus pensamientos estaban enfocados en los momentos que iría a vivir entre los pasos inmóviles de Mercedes.
El tercer día, luego de la última disertación, se fue solo a caminar por las arenas pálidas de la playa, maravillado por el celeste celofán del mar, que se plegaba por detrás del horizonte, justo en el lugar donde empezaba a germinar una luna enorme y pecosa.
- ¿Algo aburrido, doctor?- Dijo una voz a sus espaldas.
Al darse vuelta reconoció a quien le hablaba, se trataba de Miguel Lazarte, un juez chileno de aspecto extremadamente circunspecto y una calva tan perfecta como la de Esquilo, con el que había mantenido algunas conversaciones en los días anteriores.
- Ah, si un poco. A veces tanto derecho termina cansándome.-
- Si, es así.- Le dijo sonriendo su colega, dando un atisbo de informalidad que no había tenido anteriormente.- No todo en la vida es la ley, doctor.-
Ambos sonrieron y Miguel le pidió si le permitía acompañarlo en su caminata, Ramón aceptó y comenzaron un diálogo amigable y distendido. Se contaron respectivamente acerca de sus familias y su vida cotidiana. Miguel también era casado y tenía cinco hijos, quizás porque era de ese tipo de hombres en las que muchas de sus sinapsis se las produce la testosterona y no un impulso eléctrico. A medida que entraba más en confianza, con el avance de la conversación, se volvían frecuentes las referencias hacia temas sexuales.
- ¿Tiene planes para esta noche, doctor? – Le preguntó a Ramón mientras estaban regresando al hotel.
- La verdad que no, doctor, salvo la cena de camaradería.-
- Bueno, después de ella me gustaría llevarlo a que conozca un lugar, será divertido. Tengo un auto alquilado en la cochera.-
- ¡Cómo no! Me vendrá bien un poco de diversión.- Respondió Ramón a quien su colega le había caído en gracia.
El restaurant del hotel los encontró más tarde aseados y bien vestidos de elegante sport. Al finalizar la cena las miradas de Ramón y Miguel se cruzaron y éste último, alzando sus cejas e inclinando un poco la cabeza, le dio a entender que era el momento de retirarse. Para que los demás colegas no pensaran que estaban haciendo un desaire, primero se fue uno y un poco más tarde el otro, y se reunieron en la cochera donde se subieron al automóvil rentado por Miguel y comenzaron su marcha.
- ¿A dónde iremos?- Interrogó algo intrigado Ramón.
- A Barranquilla, conozco un buen lugar, doctor.- Respondió sin más explicaciones el chileno, generándole una gran expectativa a su nuevo amigo.
Tomaron la ruta noventa que festoneaba la costa de la bahía y luego de una hora de animada charla llegaron a la ciudad. Manejándose como si la conociera desde siempre, Miguel tomó una y otra calle hasta desembocar en la treinta y nueve y llegar al lugar de destino, un enorme night club en donde los recibió un portero quien, a cambio de unos billetes, se llevó el auto a un estacionamiento. En realidad no era que el juez conociera Barranquilla, sino que era la tercera noche en la que concurría a aquel lugar y la segunda en la que lo hacía sin preguntar cómo.
Una vez adentro una camarera vestida casi únicamente con su piel, los condujo hasta el sector reservado para las personas importantes, donde los dos jueces se colocaron la venda de la justicia que les impediría ver todo lo condenable del lugar –Drogas, esclavitud, trata de blancas y quién sabe que otras cosas más-.
La moral es una virtud que se ejerce durante toda la vida aunque a veces los hombres suelen ponerle una pausa.
Se sentaron en un amplio sillón de cuero marrón que abrazaba una mesa y pidieron dos bebidas.
- ¿Le agrada el lugar, doctor?- Preguntó Miguel.
Ramón asintió con la cabeza ya que el ritmo cadencioso de una rumba a gran volumen dificultaba la conversación.
- ¿Cómo les gusta? ¿Rubias o morochas?- Le dijo el chileno transformado en un experto en el movimiento del lugar.
Peña Saborido levantó su mirada y, sin soltar el vaso de whisky, estiró su dedo índice señalando a una rubia voluptuosa que, a unos metros de distancia, pulía un caño vertical al son de la música y a la cual le había echado el ojo apenas habían entrado al club.
Miguel se puso de pie y se dirigió hacía un hombre de smoking que con su pelo negro, brillante de gel, estaba parado junto a una barra. Le dijo algo y regresó. Al poco tiempo la rubia del caño se acercó a la mesa con una amplia sonrisa y pidió un permiso para sentarse con ellos que Ramón concedió también sonriendo. Junto a Lazarte hizo lo mismo una morena a la que el juez parecía conocer. Bromearon durante un buen rato entre vaso y vaso mientras las jóvenes festejaban cada una de las chanzas, con la simpatía que impone el interés. Miguel le dijo algo al oído a su compañera y esta se puso de pie tomándolo de la mano.
- Discúlpeme doctor, en un momento regreso.- Le dijo a Ramón, para luego perderse con su pareja por detrás de la puerta de un ascensor al cerrarse.
El juez se quedó con su rubia en el sillón y fue ella quien le susurró algunas palabras acercando el perfume de su escote a su cara éste, luego de contestarle, se bebió lo que quedaba en su vaso de un golpe para dirigirse luego al mismo elevador que se había tragado a su flamante amigo. En el estrecho interior del mismo la joven lo acariciaba, al mismo tiempo que coordinaba algunos detalles por el tubo de un teléfono interno. Al llegar al segundo piso lo condujo por un pasillo y lo hizo entrar en una habitación en la que no necesitaron deshacer la cama, porque ante una orden del doctor, ella le dio un largo beso arrodillada en el piso. Luego él se higienizó un poco y le dijo:
- Has estado bien, fue un gusto conocerte.-
Le arrojó un poco más que el precio que habían acordado y dejó la habitación con una gran indiferencia hacia ella, sin pretender ningún servicio post venta.
Cuando regresó a la mesa Miguel todavía no lo había hecho, pidió otro whisky y rechazó, con un gesto adusto, a una pelirroja que se le acercó insinuante. Al poco tiempo llegó su amigo con la morena del brazo y una sonrisa tan amplia como su cara.
- Y ¿Qué tal? ¿Se ha divertido, doctor?- Interrogó.
- Si, un rato le he hecho.- Fue la respuesta de Ramón.
Dos horas más tarde llegaban al hotel festejándose sus bromas, con las risas que excarcela fácilmente el alcohol.
Miguel se acostó pensando en Mercedes, quien llegaría al día siguiente, aunque entre pensamiento y pensamiento se infiltraba el reciente recuerdo de la boca de la rubia del caño.

miércoles, 28 de noviembre de 2012

La bala que apretó el gatillo --------- Capítulo II

Mercedes recorría el pasillo del palacio de tribunales meneando con naturalidad sus armoniosos contornos y bamboleando la lisura de su cabellera, mezcla de oros y de cobres; llevaba un expediente abrazado contra la generosidad firme de su pecho y, su cintura, que parecía ceñir con firmeza su cuerpo, generaba la admiración de los abogados que solían esperar ser atendidos en el mostrador del juzgado en lo civil y comercial en donde ella trabajaba.
Sus treinta y dos años de soltería y su experiencia en varios fracasos amorosos le daban a la belleza de su rostro una expresión de mujer fatal. Sería quizás por ello que, a pesar de su carácter amigable con los hombres, muy pocos solían animarse al preludio de una relación con ella. Sería por ello que ninguno lograba conquistar la profundidad de su mirada marrón brillante, la cual daba al infinito.
Luego de golpear la puerta y de escuchar la orden de que entrara, depositó el expediente en el deslucido escritorio de su jefe, el secretario del juzgado, para que perdiera su individualidad entre el papeleo desgreñado que tapizaba al mueble.
- Acá traje lo que me pidió, doctor.- Dijo ella a través de sus labios sonrientes y cautivantes.
El secretario apenas lograba disimular cuanto le atraía esa mujer, inspiradora en él de numerosas fantasías. Era un solterón bondadoso, muy formal y monótono para el gusto de ella, por eso aunque estuviera provisto de una elegancia atractiva para muchas mujeres, Mercedes había rechazado varias invitaciones que éste le había hecho. No le desagradaba el hombre, pero tampoco le atraía, solamente le tenía el aprecio que generaba su bondad. A menudo se preguntaba cómo aún permanecía soltero ya que era un buen candidato para la mujer adecuada.
- ¡Gracias!- Respondió secamente.
- Quiero pedirle permiso para faltar el viernes y el lunes que vienen.-
- ¿Qué tenés que hacer? Interrogó Martínez sin la discreción que su relación ameritaba.
Ella, sin molestarse por lo irreverente de la pregunta, respondió:
- Me voy a tomar unos días de descanso, no muchos, el martes estaré de vuelta. Es un viaje que vengo planeando hace rato.
- ¿A dónde? Si se puede saber.-
- A Brasil.- Mintió rápidamente ella.
- ¿Vas sola?-
El interrogatorio ahora comenzó a generarle molestias, sabía que debía ocultar cosas y no le gustaba mentir.
- Si, viajo sola.- Respondió de manera no muy convincente.
Él algo molesto por los celos que no tenía derecho de sentir, reprimiendo el deseo de no concederle el permiso y logrando dominar su curiosidad, le dijo:
- No hay problema, pero comunícamelo mediante un memo así queda asentado y te autorizo formalmente.-
Ella agradeció y se retiró del despacho dejándole a Martínez la semilla de un suspiro a la que este, con esfuerzo, le impidió germinar.
Mercedes disfrutó mucho de esa semana laboral cargada con la expectativa de su inminente viaje con Ramón. Amaba cada vez más a ese hombre y no era extraño que así fuera, siempre había tenido parejas que la superaban bastante en edad, ya que no le atraían los hombres de su generación por encontrarlos vanos y carentes de la caballerosidad que ella deseaba, aunque nunca ninguna de ellas había sido un hombre casado. Sin saber como ocurrió, se había encontrado de repente involucrada en esta relación prohibida que, en parte, le dolía. Por eso algunas de sus noches solían ser cómplices de las nubes del desánimo, a las que les abrían las ventanas para que fuesen a lanzarle una borrasca al corazón. En ellas Mercedes trataba de que le angustiase poco esa situación. Se había enamorado perdidamente de la inteligencia y de la hombría de Peña Saborido y eso le generaba mayor placer que los desgarradores pensamientos de imaginarlo, mientras no estaba con ella, en su casa con su familia y con su vida. En esos momentos, conscientemente, intentaba pensar en otras cosas porque sabía que la vida real de él no la incluía. Alguna vez él mismo, con una lacerante sinceridad, se lo había dicho. A veces buscaba el apoyo en algún libro, generalmente de autoayuda. Sin embargo en lo profundo de su ser albergaba la esperanza de que aquella situación algún día cambiara, que la vida le regalaría el momento de compartir con aquel hombre, algo más prolongado que los ocultos momentos en habitaciones de albergues transitorios solían pasar.
“Quizás cuando sus hijos crezcan…”
Muchas personas aborrecen al suicida que en un momento repentino y fatal se quita la vida, pero no se dan cuenta de que pertenecen a otro grupo que auto engañándose, se la van quitando de a poco, evitando la culpa, llevándosela tras una y otra bocanada de humo, unos tragos de alcohol o una inyección. Mercedes se flagelaba eligiendo, sin darse cuenta, relaciones que no le convenían y que terminaban dañándola, matándole primero el alma la cual siempre termina llevándose al cuerpo. Las noches habían solido ser testigos de su propia flagelación, pero estas eran distintas, esta vez la alegraba que iba a disfrutar, al menos por tres días, una vida compartida.
El jueves antes de su partida cascabeleaba dentro del viejo edificio judicial, sin intentar siquiera que no se le notara, hasta que se encontró con Fernando, quien era su compañero desde hacía algo más de diez años, en ese lugar, y su mutuo confidente.
El joven tenía la belleza de Adonis, una nariz levemente respingada rodeada de su rostro perfecto, anguloso y lampiño, entre el verde esmeralda de su mirada y bajo el negro azabache de sus cabellos de brillo lacio. Su cuerpo, torneado por la gracia de la naturaleza, fácilmente encajaría en el círculo y el cuadrado de un Vitrubio leonardino. Podría conquistar a la mujer que quisiera, pero a él no le interesaba eso.
- Es un error el que estás cometiendo.- Le dijo.
- ¡Envidioso!- Le respondió graciosamente ella.
- Sabés que no es mi tipo, es demasiado viejo, peludo y poderoso.-
En todo tenía razón el muchacho, Ramón se había vuelto adicto al poder como todo el que lo tiene. Quizás los demás aspectos satisfechos de su vida, la familia, el dinero, las pertenencias, pudieran disimular la codicia de perpetuarse en su puesto e incluso de mejorar el mismo, como estaba a punto de sucederle, pero lo que más llenaba su vida era el poder de disponer destinos ajenos. Ella, un par de veces en el último año y medio, había intentado terminar con la relación exitosamente, pero él al poco tiempo volvía a comunicarse progresivamente hasta que, sin darse cuenta, se hallaba seducida nuevamente y terminando otra vez dándole su primer beso.
- Eso es lo que me atrae de él, su madurez, su inteligencia y su virilidad.
- Bueno, podrás estar tranquila de que no voy a intentar robártelo.- Contestó Fernando haciéndola reír con ganas.-
- Más vale que lo no harás, es mío.- Replicó ella.
Pero esta última afirmación la llevó por un instante a la conciencia de que no era así, que en realidad no le pertenecía. Alejó ese dañino pensamiento enfocándose en sus próximos pasos. Al final de la jornada laboral iría a su casa a terminar de empacar sus cosas y se acostaría temprano procurando que una buena lectura la fuera acunando hasta dormirla.
No tenía amigas, le costaba relacionarse en profundidad con las mujeres, tan solo podía lograrlo con hombres ya que los juzgaba sencillos y prácticos, sin rebusques, aunque ignoraba que prácticamente todos ellos, sus amigos, en el fondo solo deseaban encontrar lo oportunidad de compartir un lecho con ella, sin animarse a decírselo.
Era la hora de la cena cuando el timbre vibró en el aire del departamento que compartía con su hermano, temporalmente ausente. Del otro lado del audífono del portero eléctrico le contestó Fernando:
- Aunque no comparta lo que estás haciendo quiero compartir tu alegría con un brindis.-
Al minuto, recién salida de la ducha, le abrió la puerta vestida solamente con un toallón que apenas lograba cubrirle su sugestión, desafiando la gravedad tan solo por el sostén que le brindaban sus ciento diez centímetros de escote. Fernando entró con una botella de cava de San Sadurní que atesoraba desde hacía tiempo, sin prestarle atención al detalle seductor con el que fue recibido. Ella le dio un abrazo fraternal y un beso estirado en una sonrisa.
Cenaron bebiendo el vino y conversando, como siempre.
- Te va a usar.- Le comentó él.- Te va a llevar a su cama hasta que no le excites más y después te va a dejar. Así son esos tipos, se niegan a perder algo de lo que tienen y quieren siempre un poco más.
Ella bajó la mirada repentinamente entristecida por la crudeza de lo que dijo su amigo y con un suave tono de voz dijo:
- Tengo la esperanza de que no será así, no me ha prometido nunca nada, pero siento que nuestro amor crece, que el de él lo hace y eso no se puede fingir.-
- Espero que así sea.- Respondió Fernando haciendo su tono más amigable y, para cambiarle el ánimo preguntó: ¿Vas a traerme algún regalo?-
Eso le desató una abreviada carcajada a Mercedes.
- Si, espero que haya tiendas para maricas.- Dijo haciéndolo, ahora, reír a él.
El viernes a las 8:00 la encontró a bordo de un remise que carreteaba por la autopista que la llevaba al aeropuerto. Embarcó una hora más tarde y el avión, puntualmente, se elevó mirando al cielo para hacerse acariciar el lomo por él durante algo más de doce horas. Ella estaba tan ensimismada en los momentos que iba a compartir que ni siquiera tomaría real conciencia en lo sucedido entre su desembarco en el aeropuerto de El Dorado en Bogotá y su nuevo vuelo hacia el aeropuerto Simón Bolivar en Santa Marta. Volaba más alto que el avión.

lunes, 26 de noviembre de 2012

La bala que apretó el gatillo Capítulo I

Las prendas que el doctor Ramón Peña Saborido estaba acomodando en su maleta lucían tan pulcras y estaban tan perfectamente dobladas que parecían recién sacadas de una tienda. Al mismo tiempo que hacía eso con entusiasmo, su corazón, aun después de haber estado sesenta años a su servicio, palpitaba juvenilmente. En ese momento estaba lleno de ansiedad y excitación y se sentía adolescente aunque a la vez un hombre fuerte, no solamente un juez. El amor reditado provoca esas cosas a esa edad, incluso en un hombre como él, a quien el juzgar crímenes desde hacía muchos años lo había hecho endurecer su corazón. Atrás había quedado la inocencia de su infancia pueblerina en la provincia de La Pampa, la cual había perecido ante la frialdad a la que induce la frecuente observación de escenas del crimen. La sangre, la crueldad, el cinismo y la impotencia que conoció en su profesión lo fueron transformando en un hombre duro y severo.
No hacía calor por transcurrir un otoño que hacía ya demasiado que había regresado al almanaque y el juez no sabía, en ese momento, que no lograría ver el próximo solsticio. Al fin y al cabo quién puede conocer la fecha exacta de su muerte, ni siquiera un suicida aún no graduado.
- ¿Ya decidiste cuántos días te quedarás?- Le dijo su esposa.
- Si; el congreso culmina el Viernes y voy a aprovechar a quedarme para descansar un par de días más, volveré el Lunes.-
- Pero podrías volver antes y, para descansar, hacer un viaje conmigo el mes que viene.- Dijo ella.
- Podríamos… Pero el nombramiento para el puesto de la corte es casi un hecho y después de eso, por lo menos al comienzo, ya no dispondré de tiempo para viajes o distracciones. Vos sabés cómo son esas cosas.- Se excusó el hombre.
- ¿Y si me tomo un avión y me encuentro con vos el Sábado?- Insistió tímidamente ella.
Peña Saborido dejó la maleta a un lado, tomó por ambas manos a su mujer y mirándola a los ojos le dijo:
- Susana. Son diez horas de viaje de ida y lo mismo de vuelta. No vale la pena viajar durante veinte horas para disfrutar tan solo un poco más de treinta.
Su esposa aceptó el argumento calladamente. Era una de esas mujeres que en un momento de su vida abandonan su propia carrera para vivir a la sombra de la de su marido, acomodándose a un estado de cosas placentero en lo material y en lo carente de desafíos y, para que esa situación no sufriera variaciones era, por inconsciente conveniencia, voluntariamente ingenua. Tanto hacía que sus sueños habían sucumbido ante lo cotidiano que ni siquiera se proponía recordar en que arcón estaría extraviado su título en ciencias económicas. Esa mañana estaba serena, la combinación de pastillas para los nervios, que tanto podían acelerarla o aplacarla demasiado, habían logrado situarla en el punto medio.
- Tenés razón.- Le dijo. – Además, los chicos…-
El juez se sintió convincente y satisfecho, tomó la maleta de su manija y una percha de plástico del cuello, en la cual colgaba terso y enfundado, un traje negro hecho a medida mientras ella se ponía un sacón de piel, para protegerse del frío exterior provocado por el invierno amaneciendo. Los niños, discutiendo a los gritos por una trivialidad perturbaron la paciencia, corroída por la edad, de Ramón quien sin necesidad de levantar la voz, con autoridad corrigió la conducta de estos y todos salieron de la enorme y lujosa vivienda. La adicción al poder no es algo que un hombre así deja en el umbral de su casa al entrar a ella.
Una criada con rasgos guaraníes los acompañó hasta la puerta y le dio sus buenos deseos:
- ¡Qué le vaia bien!-
Durante el viaje de casi una hora hacia el aeropuerto la mujer no hizo otra cosa que hablar, los niños que jugar de manos y él que conducir. El hombre había desarrollado la habilidad de prestarle la mínima atención a ella, como para no parecer descortés pero no tanta como para fastidiarse y alejarse de sus pensamientos. No le gustaba verla mal de ánimo y luego de treinta y cinco años de matrimonio, había aprendido a amarla y no concebía la vida sin aquella mujer a su lado. Él también se aferraba a aquel estado de cosas.
Actores, actrices, los niños, vedettes, parientes, peinados, los niños, amigos, la criada y los niños, alternaron su pasaje a través de los labios de ella, mientras él asentía a la vez que soñaba con lo que estaba por ocurrirle. Esa mañana al señor juez los ojos le brillaban de una manera especial, que su mujer eligió no advertir. Freud afirmaba que todo lo que un hombre hace es impulsado por el instinto sexual o por el deseo de ser grande y esa semana, Ramón, iba a saciar ambas cosas, primero lo segundo y luego lo primero.
- Estoy tan orgullosa de que seas el encargado de cerrar el congreso.- Comentó Susana.- Tus logros son como si fueran míos.-
- Son tuyos también, mi amor.- Respondió él.
El clima ameno al que había arribado el diálogo en ese momento se vio interrumpido por una simple frase de ella:
- El jardinero hace tres días que no viene.
El juez se fastidió internamente sabiendo que esa afirmación que aparentemente no inducía a respuesta alguna, en boca de su mujer si lo hacía. “Me paso todo el tiempo resolviendo situaciones en el juzgado ¿También me tengo que ocupar de eso?” Pensó.
- Llamalo.- Dijo secamente él.
- Ya lo hice, pero no me atiende el teléfono. Seguro que a vos si.- Respondió ella pensando que no podía ocuparse de la casa, de los niños, de la escuela, de todo.
- Cuando vuelva lo llamo.- Contestó él casi bufando.
Llegaron al aeropuerto dos horas antes de la salida del vuelo, Peña acostumbraba respetar a rajatabla los horarios de sus citas ya que nunca quiso ser presa de excusas propias que poco le aceptaba a ajenos. Esto le dio a su mujer la posibilidad de explayarse un poco más acerca de la maestra de lengua de sus hijos. El la miró de una manera especial, sintiéndose un poco culpable por lo que estaba haciendo pero seguro de que nunca le haría daño a esa mujer ya que no lo merecía, era una buena persona, amable, una madre ejemplar y aún conservaba su belleza casi intacta. Más de treinta años llevaban juntos compartiendo alegrías y sinsabores, durante los que habían edificado una familia a fuerza de tratamientos que finalmente, hacía ya doce años, habían logrado plantar en ella la simiente de los mellizos.
Cuando la partida dejó de ser inminente él se dirigió hacia el autobús que lo conduciría al avión, luego de haberle dado un beso a cada uno y decirle a ella que la amaba. Para sentirse seguro revisó, en el pequeño bolsillo del pecho de su saco, si se encontraba la pastilla azul que había sacado de su envase y envuelto en un papel para que no alertara al detector de metales. Ella estaba ahí con su virilidad concentrada.
La experiencia es el camino por el que se arriba a la sabiduría y él llevaba sesenta años transitando por esa ruta y en ella había aprendido lo más importante que hay que saber: aprender a aprender. Por eso sabía que lo que estaba haciendo no era definitivo, que la pasión es como el hambre, con apetito cualquier plato es un manjar, pero una vez que uno se sacia ella desaparece, que el placer del cambio es pasajero ya que al cabo de un tiempo todas las cartas terminan teniendo solamente el menú del día.
Una vez sentado en el asiento de primera clase que le correspondía miró en vano por la ventanilla, con el afán de ver a su esposa y sus hijos pero no logró hallarlos, finalmente las turbinas del avión comenzaron a deshilachar el aire y comenzó a alejarse de la tierra.

La bala que apretó el gatillo - Prefacio

“Fatalmente lo prohibido, como lo hizo aquella fruta ancestral, termina expulsándote del paraíso, entre los gritos de secretos conocidos.”

Prefacio

El aire de la habitación estaba denso y azufrado, como el de aquel cielo de la bíblica lluvia de Sodoma y Gomorra, a pesar del remolino que provocaban en él las cuatro aspas del ventilador de techo que se perseguían unas a otras y en los prolijos pliegues de las cortinas azules podía verse tiritar aún el eco apagado de un estruendo reciente.
Como custodiando la pared del fondo de la oficina una suntuosa butaca de cuero permanecía caliente y frente a ella su compañero, un escritorio estilo chippendale propio de una señoría, mantenía las formas albergando sobre su lomo el retrato de una mujer y dos niños, y carpetas y papeles prolijamente acomodados, salvo uno de ellos que en el centro del mueble lucía, sin arrepentimiento y con arrugas palabras prohibidas de despedida que sus letras pronunciaban, esta vez sin perfume alguno.
A un costado del asiento, sobre la alfombra gris, yacía el cuerpo de una persona que ya no respiraría jamás ¿Un cadáver sigue siendo un hombre o es solo un manojo de carne, huesos y fluidos tendidos en la mesa del banquete de un bacilo? Esto último, creo. A su lado, aún humeante y casi candente, un inmóvil revolver se regodeaba por la eficiente pirotecnia que acababa de ejecutar cuando saludó a su bala.
La tarde que se estaba yendo por el otro lado de la ventana, comenzaba a enfriar las indiferentes almas que transitaban por la calle y en un estante, delante de cuatro tomos del código penal, una radio a transistores goteaba el top que anunciaba las diecinueve horas de aquel lunes fatal.

domingo, 6 de mayo de 2012

Capítulo III

Las hojas de los fresnos y los álamos se mostraban lo más verde que podían y las rocas más genuinas, después de la lluvia del día anterior. Aunque el agua no purifica, solo quita las impurezas, lo impuro es sucio por naturaleza.
Cuando Manuel abrió los ojos vio a Avenzoar que, con su turbante y su túnica perfectamente acomodados, daba señales de que había amanecido un rato antes que él. Parecía mirar hacia el río en el que, sobre la punta de dos troncos aferrados a su lecho que se erguían sobre las aguas fastidiando la continuidad de la corriente, sendos cormoranes lucían su negrura e intentaban calentarse con el sol para ponerse en acción. Pero el musulmán, vadeando con su mirada el Guadalquivir, observaba la sierra de La loma, en la que habían sido atacados. Al escuchar los ruidos que producía el joven al ponerse de pie se dio vuelta y, dirigiéndose a él, dijo:
- Debo volver a aquella caverna.-
- ¿Hablas romance?- Preguntó asombrado Manuel.
- Todo lo mejor que puedo.- Contestó el médico.
Confundido por la situación al muchacho se le ocurrió que preguntar era la mejor manera de entender porque aquel hombre había simulado no entender su idioma.
- ¿Por qué no lo hiciste antes?-
- No sabía si podía confiar en ti.- Respondió. – Analizando los hechos acontecidos ayer he concluido que si, que eres un buen hombre.- Y repitió.- Debo volver a la caverna.-
Manuel con un gesto agradeció la confianza y trató de convencer al hombre de lo poco aconsejable que era regresar a enfrentarse con los esparteros.
- Como sea voy a hacerlo, necesito recuperar lo que allí abandoné. Iré solo si es necesario pero si tu me acompañas podrás también recuperar tus cosas.-
Manuel analizó la situación por un instante, no le resultaría fácil continuar su viaje sin dinero y sin el salvoconducto. Recordó el golpe sufrido en la cueva por manos de aquellos ruines y, lejos de amedrentarse, los colores del enojo volvieron a entibiar su cara. Si atacaban ahora, correrían con la ventaja de la sorpresa, como la habían tenido aquellos hombres, pensó. Eso terminó de convencerlo.
- ¡Vamos!- Dijo sin más.
Ambos partieron a desandar el último camino que habían recorrido. Del suelo tomaron unos maderos para proveerse de alguna protección. Al llegar al espartillar comenzaron a moverse con sigilo ya que varias voces, proveniente de atrás de algunos matorrales, daban cuenta que estaban los hombres allí trabajando. Atravesaron el lugar agachados y suavizando sus pisadas hasta que llegaron al ascendente sendero. Comenzaron su ascenso escondiéndose de piedra en piedra para evitar ser descubiertos.
La entrada de ambos a la caverna fue una desagradable sorpresa para las mujeres que allí estaban iluminadas por la luz exterior y por las agónicas llamas de una fogata que, como muestra de una grandeza ya extinta, danzaban sobre una pila de cenizas.
Benazoar alzó su palo de manera amenazante y les hizo una seña para que se mantuvieran en silencio que ellas, temblando de miedo, obedecieron. En un hueco de una de las irregulares paredes de piedra divisó sus pertenencias y las de Manuel, se acercó hacia él y agachándose tomó el saco del muchacho y se lo arrojó diciéndole:
- Revísalo para ver que no falte nada.-
Este así lo hizo, comprobando que lo que más le importaba, el salvoconducto y las monedas, estaban ahí. Con un movimiento de su cabeza le dio a entender que estaba todo en orden.
El muslime, a su vez, revisaba sus cosas verificando que estuviera lo que tanto le preocupaba cuando el pequeño pilluelo, apareciendo desde la oscuridad, de un salto se colgó en su espalda como si fuera una talega y comenzó a darle lo golpes más fuertes que sus pequeños puñitos podían propinar, en la cabeza del médico quien no sintió más que una molestia por ello. Benazoar haciendo girar su torso bruscamente logró que el pequeño cayera al suelo, lo tomó con dos dedos de la parte posterior del cuello y le dio un puntapié en las asentaderas, el cual hizo que el muchachito cayera unos metros más adelante, un poco antes de que las lágrimas afloraran de sus ojos. Las mujeres, al ver tal situación, olvidaron su prudencia y comenzaron a gritar tan agudamente que hicieron que la estancia en la gruta, la cual multiplicaba los sonidos, fuera casi insoportable.
Los dos hombres convinieron tácitamente que era el momento de salir corriendo del lugar, los chillidos eran tan potentes que podrían escucharse hasta en Bedmar. No pudo ser más acertada la decisión, en el momento en el que bajaban por el sendero, en dirección contraria a ellos, cinco de los esparteros venían a su encuentro con claras intenciones de atacarlos.
La inercia es buen aliado en la contienda, multiplica las fuerzas y la velocidad. Como quien se abre camino a machetazos en la espesura, Manuel y Benazoar fueron abatiendo, a su paso, uno a uno a los espartilleros. Cuando llegaron al pie del cerro, aparentemente su reputación de experimentados guerreros, había nacido y crecido en unos pocos instantes, porque otros dos de los atacantes que venían rezagados, se corrieron hacia un costado con mucho más miedo que respeto.
Sin perder el paso los viajeros atravesaron nuevamente el atochal, el río y se alejaron hacia el sur. Cuando consideraron que la distancia recorrida era suficiente como para hallarse a salvo, se detuvieron para calmar su agitación, junto a un arroyo que, serpenteante y prepotente, se abría paso entre las rocas. La agitación y la excitación vividas les habían estimulado la sed.
Manuel mojó toda su cara restregándose con placer las manos en ella y, un poco más clamado que al llegar al lugar, preguntó:
- ¿Por qué debías volver? ¿Qué es lo importante que abandonabas en la cueva?-
El nazarí, realizando casi la misma acción que el muchacho, mojó su rostro, luego escurrió las gotas que sobraban en sus ojos, dio un profundo suspiro y dijo, con confianza implícita hacia Manuel en su respuesta:
- Soy el médico de Muhammad, el sultán de Granada. Él se encuentra enfermo de los pensamientos, nada poco común para un hombre de ochenta años, pero lo necesitamos lúcido, para ello estoy trabajando y necesitado de hojas de ginkgo comencé a averiguar donde podía hallarlas. Un noble de Sevilla que se encuentra en la ciudad me dijo que en Alcázar de Bayyasa podía encontrar dos ejemplares del árbol. Decidí ir a buscarlos, debía hacerlo en persona ya que no podía confiar en que cualquier otro pudiera reconocer las hojas.-
Algo cansado, pero orgulloso de lo que estaba narrando, se sentó en el suelo y recostó su espalda contra una blanca y rugosa roca tan antigua como el mundo. Manuel hizo lo mismo frente a él.
- No me pareció prudente.- Continuó.- Internarme en tierras de los infieles a caballo y con mis atuendos habituales, por lo que me vestí como un simple campesino y emprendí mi viaje a pie desde Jódar. Al llegar a Bayyasa, tal cual me lo había contado Don Nuño, encontré las plantas de ginkgo y recogí las hojas que necesitaba.-
Muy sabio, pensó Manuel, un hombre a caballo intimida o desafía, ninguna de las dos cosas es buena para pasar desapercibido.
Benazoar arrojó un guijarro hacia las aguas de arroyo y abstraído en su relato continuó:
- Luego no pasó mucho más de lo que no sepas, cuando regresaba, al ver la tormenta decidí refugiarme en aquella cueva que no resultó después, ser otra que la que elegiste tu.-
El joven estaba entusiasmado escuchando la historia, sentía que el médico le ofrecía su confianza y no estaba equivocado, hay solo dos cosas que estrechan rápidamente los lazos entre dos hombres, una aventura o una buena borrachera compartida.
“Que mejor que haber ayudado al médico del sultán para moverme por tierras muslimes”, pensó Manuel.
Una pregunta del hombre le generó una inmediata preocupación y lo estimuló, rápidamente, a explotar su imaginación:
- Y a ti ¿Qué te trae por aquí?


martes, 1 de mayo de 2012

Capítulo II

El deseo de volver a ver a su Aurora cuanto antes y la responsabilidad que sentía por cumplir su misión lo inducían a evitar las pérdidas de tiempo.
“Ya no habrá momentos para siestas”. Pensó mientras transpiraba su caminata bajo el sol de la tarde recién nacida.
El paisaje no dejaba de ofrecer su monotonía de piedras y algún que otro arbusto por lo que, al no distraer demasiado la atención, inducía a la reflexión, pero algo lo sacó repentinamente de su abstracción e hizo que observara todos los alrededores tratando de encontrar algún lugar que le brindara protección.
Desde el Sur y hacia su encuentro, unos espesos nubarrones negros se acercaban amenazadoramente, envolviéndose en sí mismos como si fueran gigantescas olas en su rompiente. Para hacer más intimidante aquella acometida, la oscuridad del frente de tormenta se veía interrumpida, repetidamente, por el centellar de rayos que, de un lado hacia el otro o de arriba hacia abajo, iluminaban el espeso y oscuro cielorraso que estaba cubriendo el firmamento, cantando desentonados con sus gruesas voces de estallido.
La situación era cada vez más y más atemorizante.
Sobre la ladera de unos cerros, a su derecha, Manuel vio como si se tratara de oscuros lunares irregulares estampados sobre ella, las bocas de entrada de algunas grutas y, en busca de reparo, hacia una de ellas se dirigió. Al llegar al pie de uno de los montes encontró un sendero que le permitió trepar con más facilidad.
La tormenta estaba casi encima de él y las primeras gotas de agua comenzaron a hacerse presente, primero de manera aislada y después en forma multitudinaria. Logró llegar a su abrigo y una vez adentro, giró hacia donde habían venido sus pasos para observar el fenómeno que la naturaleza le estaba brindando. Al cabo de unos pocos minutos llovía tanto que el aire exterior estaba casi completamente mojado y las gotas, al caer, danzaban sobre los grises de las rocas o se perdían entre las grietas del suelo hecho de guijarros.
El aguacero fue intenso pero breve, no estaban esas tierras acostumbradas a recibir abundantes lluvias y no iba a ser esa tormenta quien rompiera con esa tradición. Un rato más tarde las nubes escaparon hacia el norte, dejando tras de sí una estela de cielo celeste purificado y todo quedó mojado como único testimonio de su paso.
“El aire es más transparente luego de una buena lavada”. Pensó.
Manuel planeó encender una fogata, la noche estaba cerca y sería buena idea hacerlo para iluminar la gruta, entibiarla y cocinar algo. Dejó su zurrón en el suelo, salió de la cueva y regresó con unos troncos de dos robles que habían intentado crecer entre las piedras, sin lograr llegar a ser árboles, muriéndose jóvenes por causa de lo inapropiado para ello del terreno.
Cuando regresó a la caverna vio sus cosas todas desparramadas y notó la ausencia de sus monedas. Antes de que llegara a entender lo sucedido, de las sombras del interior surgió un hombre trayendo por la fuerza y del brazo a un pequeño de no más de diez años. El niño tenía en sus manos la bolsa de monedas que le faltaban a Manuel de su zurrón y chillaba y pataleaba tratando de librarse de su opresor. Cuando llegaron junto a él pudo observar, con más detenimiento, a aquella persona que había atrapado al granuja Su tez era algo grisácea, sus ojos oscuros se escondían bajo el toldo de unas largas pestañas negras y su boca estaba rodeada por una mezcla de pelos negros y blancos, los cuales no mostraban el límite entre el bigote y la elegante barba con forma de punta de lanza. Vestía una túnica roja, sobre otra más clara, una capa de piel de cordero y un turbante que cubría su cabeza como si se tratara de un vendaje exagerado; se trataba de un musulmán de algo más de sesenta años de edad.
Manuel, sin éxito, intentó recuperar su dinero de las manos del pilluelo, pero el pequeño logró zafarse y salió corriendo hacia el interior profundo de la cueva, al mismo tiempo que de allí aparecían cuatro espartilleros profiriendo insultos y amenazas. Cuando el guardián se dio cuenta de que él y su ocasional aliado estaban siendo atacados, ya había recibido un golpe en el antebrazo, el cual lo arrojó hacia una de las paredes de la cueva. Sus agresores estaban armados con palos y él y el musulmán, además de no tener armas, no se mostraban muy avezados en el arte de la lucha y eran superados en número. De repente desde la derecha aparecieron dos hombres más, con maderos en sus manos. Al guardián la sangre comenzó a hervirle de ira, ante el ataque recibido, tiñéndole la cara de carmín y, aunque se irritaba con facilidad cuando se sentía agraviado, no era tonto, el final de la situación que estaban viviendo no podía ser más previsible, perderían la contienda. Fue entonces cuando vio que el musulmán recibía un golpe en la cabeza y trastabillaba unos pasos, por lo que olvidando su bolsa en el suelo, instó al árabe a huir tomándolo y jalándolo del brazo. Empezaron a correr lejos de sus atacantes, barranca abajo, mientras los espartilleros los siguieron por detrás durante un breve tramo. Luego estos se detuvieron y comenzaron a arrojarles piedras con gran habilidad. Las piernas del guardián eran más rápidas que las de su acompañante por lo que iban más adelante logrando alejarse, cada vez más, del alcance de la pedrada. El retraso del musulmán permitió que una roca lo impactara en la nuca, provocandole que iniciara una caída barranca abajo. Manuel se detuvo procurando ayudarlo, pero nada pudo hacer, vio al muslime pasar rodando a unos metros de él, rebozándose en el reciente barro y acelerando su viaje hasta la base del cerro. El guardián retomó su paso, apresurándolo, hasta que llegó junto al cuerpo, finalmente detenido, del moro. Miró hacia la ladera de la montaña para ver si sus atacantes los continuaban persiguiendo y no vio a nadie hacerlo, ya tenían su botín.
El hombre yacía inconsciente junto a una roca contra la que había chocado. De su cabeza fluía sangre por el corte que la piedra había hecho, a pesar de la protección que debería haberle brindado el turbante, en el cual una rosa húmeda y carmesí, se dibujaba cada vez más grande. La herida parecía de consideración, pero lo que más preocupó a Manuel al verlo, fue su pierna derecha. Como testimonio de que había crujido, entre el rojo de la sangre y el marrón del barro asomaba, tímidamente, el blanco de un hueso roto unos centímetros por debajo de la rodilla.
El guardián se alegró de que el musulmán estuviera inconsciente, ya que semejante lesión le habría provocado un dolor insoportable a la lucidez del hombre. Tomándolo por las ropas, a la altura de los hombros, lo arrastró hasta detrás de unas rocas, las cuales le parecieron un refugio seguro de la vista de los esparteros que pudieran estar rondándolos. Apoyó la espalda del hombre contra un bloque de piedra, miró para todos lados cerciorándose de que nadie estuviese viéndolo y, tocando con una mano la herida de la cabeza y con la otra la de la pierna dijo:
- Haraneo atsa.-
El musulmán lanzó un leve quejido y rápidamente fue volviendo en sí. Al ver a Manuel tan cerca de él tomó una actitud defensiva, hasta que recordó lo que había sucedido un rato antes y se relajo. Analizó en su túnica las manchas de sangre que no concordaban con ninguna herida que él tuviera y dijo algo que Manuel no pudo entender. Las aes poblaban mayoritariamente su decir y solo a algunas pocas palabras, que le había enseñado Morayna, el guardián le encontraba traducción.
- Debemos alejarnos de aquí.- Dijo.
El hombre lo miró extrañado y volvió a decir algo que el joven tampoco entendió. Interrumpiendo un diálogo que no se producía, esté último, le ofreció su mano para ayudarlo a ponerse de pie y, una vez sucedido aquello, comenzaron a caminar en dirección del río.
El musulmán estaba extrañado, no recordaba lo ocurrido después del golpe que sufrió en la cabeza, por lo que no podía entender por qué, aun teniendo evidentes manchas de heridas en su ropa, no tenía ninguna de ellas en su cuerpo, pero lo que si tenía en claro era que el joven que iba a su lado de alguna manera lo había ayudado. Miró al guardián y agradeciéndole le dijo:
- Yukan yazilan-
Manuel reconoció la frase de agradecimiento, la cual es una de las primeras que alguien aprende en otro idioma, y asintió con la cabeza.
Atravesando las gruesas matas de las atochas llegaron al Guadalquivir y, siguiendo su curso corriente abajo, al poco tiempo encontraron el puente por donde cruzaron a la otra orilla. La noche, demorando un poco más en llegar que el día anterior, cosas de la primavera, ya estaba casi encima de ellos. El musulmán encontró unos leños secos al reparo de dos grandes rocas y allí mismo encendió una fogata. Ambos estaban muy cansados. Una vez sentados junto a las llamas el hombre, señalándose a sí mismo con el dedo índice, dijo:
- Avenzoar.-
“Avenzoar”, pensó Manuel, “debe ser su nombre”.
Realizando el mismo gesto que su acompañante dijo el suyo.
- Manuel.- Repitió el musulmán.
Volvió a señalarse con el dedo y pronunció otra palabra:
- Tabiib.-
“Tabiib”, dijo en su cabeza el guardián, “médico”, pensó, esa palabra también la conocía.
Ese fue el único diálogo que mantuvieron aquella noche. Al joven le generó extrañeza, sabiendo ahora la profesión de su ocasional compañero de desventuras, las vestimentas del mismo. Durante sus anteriores recorridas por Al Ándalus había visto varios de ellos y apreciado los ornamentos que acostumbraban a lucir, pero este vestía como un simple mudéjar de las tierras reconquistadas y andaba de a pie.
“¡Qué raro!”. Se dijo.
Manuel tardó un largo rato en dormirse, primero pensando sobre que estaría haciendo aquel médico dentro de aquella caverna y lo que la respuesta que más lo satisfacía era que estaría buscando un refugio ocasional como lo había hecho él. Luego lo invadió la preocupación de tener que seguir viaje sin el dinero y el salvoconducto perdidos.
Un poco más tarde, aunque el cielo estaba plagado de centelleos, a una sola estrella comenzó a brindarle su atención. Imaginó que ella era de Aurora y que sería posible que en ese mismo instante la niña también estuviera mirándola. Fue en ese punto, en el que se sintió compartiendo algo con su niña, lo cual hizo suspirar a su corazón.
Todo aquello le provocó un breve insomnio el cual fue derrotado, finalmente, por el cansancio acumulado durante el día.

sábado, 28 de abril de 2012

Los herederos de Akunarsche (Los caminos de Ál Andalus) Capítulo I

Manuel no volvió la vista atrás y se alejó de su amigo Alonso caminando, casi con la total certeza y desazón de que jamás volvería a verlo. “Él” tenía misiones diferentes para ambos. No había pasado mucho tiempo desde el día en que se conocieron, hacía apenas unos meses, pero la intensidad de los acontecimientos vividos juntos, sobradamente habían sido suficientes para forjar una gran amistad. El argandeño, a su espalda, partía a cumplir una misión en las torres de Don Pedro Xil para luego emprender el regreso a Toledo, donde lo esperaba su amada Juana. Manuel se los imaginó, en un futuro no muy lejano, formando una familia y estableciéndose en la ciudad. Algo no muy diferente a aquello sucedería con la pareja pero él, seguramente, no lo vería ya que los caminos que le esperaban lejos estaban de llevarlo hacia el Tajo. Debía ir al sur, a buscar la cueva con pileta de Benaoján, cumplir la misión que le había encomendado “el libro” y luego regresar a la Torre de Orgaz, donde su corazón había quedado anclado en el alma y la rubia cabellera de Aurora, la bella joven que estampó para siempre el sabor dulce de sus besos en sus labios. Caminaba esa mañana, bajo el mismo sol que había estado iluminando el terreno, por mucho más de los casi mil trecientos años que separaban ese día de aquel del nacimiento del hijo del señor. Alonso si se volteó a mirarlo y se le empañaron los ojos por la aflicción, ya que aquellas aventuras que vivieron juntos unieron sus corazones para siempre, más allá de la distancia que los separase. Manuel había aparecido, unos meses atrás, en la casa de Rafael, el padre de Aurora, para curarlo de las heridas que le había provocado el despiadado ataque del enano Flair, mediante uno de los hechizos, el de sanación, y la confianza mutua que les dictaron los corazones de ambos, les permitió confesarse algo que debían mantener en secreto, que los dos eran guardianes de los conjuros. Los encuentros casuales y tensos con el noble Rodríguez y sus hombres y el descubrimiento de que este confabulaba con Muhammad el rojo en contra de Alfonso el sabio, el ataque de los golfines en la sierra Morena, los caminos que los llevaron a Villa Real y a Úbeda, crearon los lazos que amarraban su reciente y madura amistad. “¿Cómo habremos de separarnos si su recuerdo caminará por siempre junto a mí en la memoria?” Pensó el argandeño. Ambos eran herederos de Akunarsche, aquel sacerdote sumerio del templo de Lagash que en tiempos del rey Gudea, época todavía anterior al deambular de Moisés por el desierto, para contrarrestar el mal que provocaban los hombres, había creado “el libro” de los hechizos y fundado la dinastía de los guardianes que los protegerían y utilizarían para hacer el bien, equilibrando así la balanza de lo malo con lo bueno y haciendo al mundo más tolerable de habitar. La tradición de los guardianes imponía que a su tiempo, cada uno de ellos, debía escribir un ejemplar de “El libro” y esconderlo en algún lado seguro, pero no inaccesible. Manuel ya lo había hecho. En su momento “Él” le haría un llamado a un nuevo sucesor, al que cada guardián debería hallar para adoctrinarlo y revelarle los secretos y la historia de Akunarsche, durante una especie de ceremonia iniciática. Así le había sucedido a Alonso con Tiago y a Manuel con su mentor. La marcha del guardián era firme y decidida, tras un paso realizaba otro y, después de este, otros más. No solo a Alonso dejaba atrás al alejarse, sino a las murallas de Úbeda y al territorio cristiano. Hacia el frente, en la curva donde apoya sus pies el cielo, estaba su próximo destino, los territorios ocupados por los Nazaríes y sus parientes desde hacía algo más de quinientos años. No le temía a ello, como le podría suceder a cualquier otro castizo, el destino lo había llevado a salvar de un ahogo seguro, bastante tiempo atrás, a la pequeña Morayna y, como recompensa, su padre el poderoso Hakán, primo de Muhammad El Rojo sultán de Granada, le había obsequiado un salvoconducto para moverse libremente y sin ser molestado por todo el reino de Nazarí. La misión que Manuel debía cumplir, aquella que él mismo había escrito inconscientemente una noche mientras redactaba su manuscrito de “El libro”, era encontrar un ejemplar de “Él” que había quedado huérfano de sucesor, expuesto a que cualquiera lo hallase, en unas cuevas con piletas cercanas a Benaoján y destruirlo. El día le hacía honor a la primavera, el sol brillaba con suficiencia y sin exceso, las aves poblaban el cielo y una suave brisa, proveniente desde el sur, enfrentaba el avance del muchacho meciéndole los cortos y renegridos cabellos que coronaban su cabeza, a un metro ochenta de altura. Rodeado del paisaje descolorido que ofrecían las calizas y dolomitas, transitaba por senderos que algunas veces se presentaban algo incómodos. Tratando de evitar otro encuentro con Rodríguez y sus hombres, el cual quizás resultaría fatal para él, no había tomado el camino más común para llegar a Granada, el que bien conocía, aquel que pasaba por Baeza y Jaén, sino que se estaba dirigiendo hacia el Marquesado de Xódar, para atravesar, más tarde, la sierra Mágina. Le preocupaba un poco no saber como haría para cruzar el Guadalquivir, el cual era el principal escollo a sortear en su ruta, pero se sentía esperanzado de que encontraría alguna manera de hacerlo. A un poco más de media jornada de avance, el camino comenzó a mostrarle numerosas huellas de pequeñas pezuñas y varias veces debió hacerse a un lado, para permitir el paso de los rebaños de ovejas que los ganaderos de la mesta trashumaban hacia el norte. En un recodo del sendero, al reparo de las copas de unas pocas encinas, una treintena de merinos y churras intentaban pastar las pocas hebras de vegetación que se escondían entre las piedras, bajo la vigilancia de los ojos cansados de una pareja de delgados arrieros que, sentados contra el tronco de uno de los árboles, se estaban alimentando frugalmente. Algo intrigado por la frecuencia de los arreos, Manuel los saludó y les pidió si podía compartir el descanso con ellos. Los pastores aceptaron de buena gana. - ¿Hacia dónde se dirigen?- Interrogó el muchacho. El hombre sin dejar de masticar un trozo de carne frío contestó. - A Cuenca.- - ¿Cuenca? – Dijo intrigado Manuel. -¿Y por qué van por aquí? Debería viajar más hacia el oeste.- El hombre, como armándose de paciencia, dejó a un lado el trozo de carne y se acomodó como para dar una breve explicación. - No podemos ir por donde queramos- Dijo.- Debemos seguir los caminos establecidos por el rey Alfonso y este es uno de ellos, por él llegaremos hasta la cañada real Conquence que nos dirigirá hasta nuestro destino.- Manuel poco sabía de políticas, por lo que le intrigó que los pastores no fueran libres de movilizarse por donde quisieran, lo que le hizo preguntar: - ¿Por qué deben seguir esos caminos preestablecidos? - Porque los agricultores se han quejado siempre de que nuestros ganados les comen el trigo a su paso ¡Tontos haraganes!- Dijo el hombre con fastidio y continuó. – El rey ha establecido una serie de caminos, que son por los cuales debemos trashumar para proteger los cultivos ¡Tontos labriegos!- La respuesta satisfizo la curiosidad del muchacho, pero aun así realizó otra pregunta, esta vez para tratar de despejar la preocupación que sentía acerca del futuro inmediato de su viaje: - ¿Por dónde puedo cruzar el río?- El ganadero hizo un gesto de suficiencia y contestó: - Deberás seguir las huellas de los arreos, te conducirán hacia una zona de espartillares que tendrás que atravesar, y luego acompañar al río aguas abajo hasta que encuentres un puente romano por donde hacerlo. Hallarás también varios esparteros, no te fíes de ellos, no parecen malos pero son brutos, por eso no tienen la fama de los de Sesma. Viven en las cuevas del cerro, les gustan los pleitos y las pelea y, a veces, un poco de más lo ajeno. - El muchacho agradeció los consejos. Luego estuvieron un rato conversando, durante el cual, Manuel dio algunas vagas explicaciones de hacia donde se dirigía y la razón por que la hacía hasta que cada uno continuó su viaje en direcciones opuestas. A medida que fue avanzando ya no le resultó extraño cuando se cruzaba con algún rebaño. “No en vano le llaman “el sabio” al rey, pensó”.