sábado, 28 de abril de 2012

Los herederos de Akunarsche (Los caminos de Ál Andalus) Capítulo I

Manuel no volvió la vista atrás y se alejó de su amigo Alonso caminando, casi con la total certeza y desazón de que jamás volvería a verlo. “Él” tenía misiones diferentes para ambos. No había pasado mucho tiempo desde el día en que se conocieron, hacía apenas unos meses, pero la intensidad de los acontecimientos vividos juntos, sobradamente habían sido suficientes para forjar una gran amistad. El argandeño, a su espalda, partía a cumplir una misión en las torres de Don Pedro Xil para luego emprender el regreso a Toledo, donde lo esperaba su amada Juana. Manuel se los imaginó, en un futuro no muy lejano, formando una familia y estableciéndose en la ciudad. Algo no muy diferente a aquello sucedería con la pareja pero él, seguramente, no lo vería ya que los caminos que le esperaban lejos estaban de llevarlo hacia el Tajo. Debía ir al sur, a buscar la cueva con pileta de Benaoján, cumplir la misión que le había encomendado “el libro” y luego regresar a la Torre de Orgaz, donde su corazón había quedado anclado en el alma y la rubia cabellera de Aurora, la bella joven que estampó para siempre el sabor dulce de sus besos en sus labios. Caminaba esa mañana, bajo el mismo sol que había estado iluminando el terreno, por mucho más de los casi mil trecientos años que separaban ese día de aquel del nacimiento del hijo del señor. Alonso si se volteó a mirarlo y se le empañaron los ojos por la aflicción, ya que aquellas aventuras que vivieron juntos unieron sus corazones para siempre, más allá de la distancia que los separase. Manuel había aparecido, unos meses atrás, en la casa de Rafael, el padre de Aurora, para curarlo de las heridas que le había provocado el despiadado ataque del enano Flair, mediante uno de los hechizos, el de sanación, y la confianza mutua que les dictaron los corazones de ambos, les permitió confesarse algo que debían mantener en secreto, que los dos eran guardianes de los conjuros. Los encuentros casuales y tensos con el noble Rodríguez y sus hombres y el descubrimiento de que este confabulaba con Muhammad el rojo en contra de Alfonso el sabio, el ataque de los golfines en la sierra Morena, los caminos que los llevaron a Villa Real y a Úbeda, crearon los lazos que amarraban su reciente y madura amistad. “¿Cómo habremos de separarnos si su recuerdo caminará por siempre junto a mí en la memoria?” Pensó el argandeño. Ambos eran herederos de Akunarsche, aquel sacerdote sumerio del templo de Lagash que en tiempos del rey Gudea, época todavía anterior al deambular de Moisés por el desierto, para contrarrestar el mal que provocaban los hombres, había creado “el libro” de los hechizos y fundado la dinastía de los guardianes que los protegerían y utilizarían para hacer el bien, equilibrando así la balanza de lo malo con lo bueno y haciendo al mundo más tolerable de habitar. La tradición de los guardianes imponía que a su tiempo, cada uno de ellos, debía escribir un ejemplar de “El libro” y esconderlo en algún lado seguro, pero no inaccesible. Manuel ya lo había hecho. En su momento “Él” le haría un llamado a un nuevo sucesor, al que cada guardián debería hallar para adoctrinarlo y revelarle los secretos y la historia de Akunarsche, durante una especie de ceremonia iniciática. Así le había sucedido a Alonso con Tiago y a Manuel con su mentor. La marcha del guardián era firme y decidida, tras un paso realizaba otro y, después de este, otros más. No solo a Alonso dejaba atrás al alejarse, sino a las murallas de Úbeda y al territorio cristiano. Hacia el frente, en la curva donde apoya sus pies el cielo, estaba su próximo destino, los territorios ocupados por los Nazaríes y sus parientes desde hacía algo más de quinientos años. No le temía a ello, como le podría suceder a cualquier otro castizo, el destino lo había llevado a salvar de un ahogo seguro, bastante tiempo atrás, a la pequeña Morayna y, como recompensa, su padre el poderoso Hakán, primo de Muhammad El Rojo sultán de Granada, le había obsequiado un salvoconducto para moverse libremente y sin ser molestado por todo el reino de Nazarí. La misión que Manuel debía cumplir, aquella que él mismo había escrito inconscientemente una noche mientras redactaba su manuscrito de “El libro”, era encontrar un ejemplar de “Él” que había quedado huérfano de sucesor, expuesto a que cualquiera lo hallase, en unas cuevas con piletas cercanas a Benaoján y destruirlo. El día le hacía honor a la primavera, el sol brillaba con suficiencia y sin exceso, las aves poblaban el cielo y una suave brisa, proveniente desde el sur, enfrentaba el avance del muchacho meciéndole los cortos y renegridos cabellos que coronaban su cabeza, a un metro ochenta de altura. Rodeado del paisaje descolorido que ofrecían las calizas y dolomitas, transitaba por senderos que algunas veces se presentaban algo incómodos. Tratando de evitar otro encuentro con Rodríguez y sus hombres, el cual quizás resultaría fatal para él, no había tomado el camino más común para llegar a Granada, el que bien conocía, aquel que pasaba por Baeza y Jaén, sino que se estaba dirigiendo hacia el Marquesado de Xódar, para atravesar, más tarde, la sierra Mágina. Le preocupaba un poco no saber como haría para cruzar el Guadalquivir, el cual era el principal escollo a sortear en su ruta, pero se sentía esperanzado de que encontraría alguna manera de hacerlo. A un poco más de media jornada de avance, el camino comenzó a mostrarle numerosas huellas de pequeñas pezuñas y varias veces debió hacerse a un lado, para permitir el paso de los rebaños de ovejas que los ganaderos de la mesta trashumaban hacia el norte. En un recodo del sendero, al reparo de las copas de unas pocas encinas, una treintena de merinos y churras intentaban pastar las pocas hebras de vegetación que se escondían entre las piedras, bajo la vigilancia de los ojos cansados de una pareja de delgados arrieros que, sentados contra el tronco de uno de los árboles, se estaban alimentando frugalmente. Algo intrigado por la frecuencia de los arreos, Manuel los saludó y les pidió si podía compartir el descanso con ellos. Los pastores aceptaron de buena gana. - ¿Hacia dónde se dirigen?- Interrogó el muchacho. El hombre sin dejar de masticar un trozo de carne frío contestó. - A Cuenca.- - ¿Cuenca? – Dijo intrigado Manuel. -¿Y por qué van por aquí? Debería viajar más hacia el oeste.- El hombre, como armándose de paciencia, dejó a un lado el trozo de carne y se acomodó como para dar una breve explicación. - No podemos ir por donde queramos- Dijo.- Debemos seguir los caminos establecidos por el rey Alfonso y este es uno de ellos, por él llegaremos hasta la cañada real Conquence que nos dirigirá hasta nuestro destino.- Manuel poco sabía de políticas, por lo que le intrigó que los pastores no fueran libres de movilizarse por donde quisieran, lo que le hizo preguntar: - ¿Por qué deben seguir esos caminos preestablecidos? - Porque los agricultores se han quejado siempre de que nuestros ganados les comen el trigo a su paso ¡Tontos haraganes!- Dijo el hombre con fastidio y continuó. – El rey ha establecido una serie de caminos, que son por los cuales debemos trashumar para proteger los cultivos ¡Tontos labriegos!- La respuesta satisfizo la curiosidad del muchacho, pero aun así realizó otra pregunta, esta vez para tratar de despejar la preocupación que sentía acerca del futuro inmediato de su viaje: - ¿Por dónde puedo cruzar el río?- El ganadero hizo un gesto de suficiencia y contestó: - Deberás seguir las huellas de los arreos, te conducirán hacia una zona de espartillares que tendrás que atravesar, y luego acompañar al río aguas abajo hasta que encuentres un puente romano por donde hacerlo. Hallarás también varios esparteros, no te fíes de ellos, no parecen malos pero son brutos, por eso no tienen la fama de los de Sesma. Viven en las cuevas del cerro, les gustan los pleitos y las pelea y, a veces, un poco de más lo ajeno. - El muchacho agradeció los consejos. Luego estuvieron un rato conversando, durante el cual, Manuel dio algunas vagas explicaciones de hacia donde se dirigía y la razón por que la hacía hasta que cada uno continuó su viaje en direcciones opuestas. A medida que fue avanzando ya no le resultó extraño cuando se cruzaba con algún rebaño. “No en vano le llaman “el sabio” al rey, pensó”.