domingo, 6 de mayo de 2012

Capítulo III

Las hojas de los fresnos y los álamos se mostraban lo más verde que podían y las rocas más genuinas, después de la lluvia del día anterior. Aunque el agua no purifica, solo quita las impurezas, lo impuro es sucio por naturaleza.
Cuando Manuel abrió los ojos vio a Avenzoar que, con su turbante y su túnica perfectamente acomodados, daba señales de que había amanecido un rato antes que él. Parecía mirar hacia el río en el que, sobre la punta de dos troncos aferrados a su lecho que se erguían sobre las aguas fastidiando la continuidad de la corriente, sendos cormoranes lucían su negrura e intentaban calentarse con el sol para ponerse en acción. Pero el musulmán, vadeando con su mirada el Guadalquivir, observaba la sierra de La loma, en la que habían sido atacados. Al escuchar los ruidos que producía el joven al ponerse de pie se dio vuelta y, dirigiéndose a él, dijo:
- Debo volver a aquella caverna.-
- ¿Hablas romance?- Preguntó asombrado Manuel.
- Todo lo mejor que puedo.- Contestó el médico.
Confundido por la situación al muchacho se le ocurrió que preguntar era la mejor manera de entender porque aquel hombre había simulado no entender su idioma.
- ¿Por qué no lo hiciste antes?-
- No sabía si podía confiar en ti.- Respondió. – Analizando los hechos acontecidos ayer he concluido que si, que eres un buen hombre.- Y repitió.- Debo volver a la caverna.-
Manuel con un gesto agradeció la confianza y trató de convencer al hombre de lo poco aconsejable que era regresar a enfrentarse con los esparteros.
- Como sea voy a hacerlo, necesito recuperar lo que allí abandoné. Iré solo si es necesario pero si tu me acompañas podrás también recuperar tus cosas.-
Manuel analizó la situación por un instante, no le resultaría fácil continuar su viaje sin dinero y sin el salvoconducto. Recordó el golpe sufrido en la cueva por manos de aquellos ruines y, lejos de amedrentarse, los colores del enojo volvieron a entibiar su cara. Si atacaban ahora, correrían con la ventaja de la sorpresa, como la habían tenido aquellos hombres, pensó. Eso terminó de convencerlo.
- ¡Vamos!- Dijo sin más.
Ambos partieron a desandar el último camino que habían recorrido. Del suelo tomaron unos maderos para proveerse de alguna protección. Al llegar al espartillar comenzaron a moverse con sigilo ya que varias voces, proveniente de atrás de algunos matorrales, daban cuenta que estaban los hombres allí trabajando. Atravesaron el lugar agachados y suavizando sus pisadas hasta que llegaron al ascendente sendero. Comenzaron su ascenso escondiéndose de piedra en piedra para evitar ser descubiertos.
La entrada de ambos a la caverna fue una desagradable sorpresa para las mujeres que allí estaban iluminadas por la luz exterior y por las agónicas llamas de una fogata que, como muestra de una grandeza ya extinta, danzaban sobre una pila de cenizas.
Benazoar alzó su palo de manera amenazante y les hizo una seña para que se mantuvieran en silencio que ellas, temblando de miedo, obedecieron. En un hueco de una de las irregulares paredes de piedra divisó sus pertenencias y las de Manuel, se acercó hacia él y agachándose tomó el saco del muchacho y se lo arrojó diciéndole:
- Revísalo para ver que no falte nada.-
Este así lo hizo, comprobando que lo que más le importaba, el salvoconducto y las monedas, estaban ahí. Con un movimiento de su cabeza le dio a entender que estaba todo en orden.
El muslime, a su vez, revisaba sus cosas verificando que estuviera lo que tanto le preocupaba cuando el pequeño pilluelo, apareciendo desde la oscuridad, de un salto se colgó en su espalda como si fuera una talega y comenzó a darle lo golpes más fuertes que sus pequeños puñitos podían propinar, en la cabeza del médico quien no sintió más que una molestia por ello. Benazoar haciendo girar su torso bruscamente logró que el pequeño cayera al suelo, lo tomó con dos dedos de la parte posterior del cuello y le dio un puntapié en las asentaderas, el cual hizo que el muchachito cayera unos metros más adelante, un poco antes de que las lágrimas afloraran de sus ojos. Las mujeres, al ver tal situación, olvidaron su prudencia y comenzaron a gritar tan agudamente que hicieron que la estancia en la gruta, la cual multiplicaba los sonidos, fuera casi insoportable.
Los dos hombres convinieron tácitamente que era el momento de salir corriendo del lugar, los chillidos eran tan potentes que podrían escucharse hasta en Bedmar. No pudo ser más acertada la decisión, en el momento en el que bajaban por el sendero, en dirección contraria a ellos, cinco de los esparteros venían a su encuentro con claras intenciones de atacarlos.
La inercia es buen aliado en la contienda, multiplica las fuerzas y la velocidad. Como quien se abre camino a machetazos en la espesura, Manuel y Benazoar fueron abatiendo, a su paso, uno a uno a los espartilleros. Cuando llegaron al pie del cerro, aparentemente su reputación de experimentados guerreros, había nacido y crecido en unos pocos instantes, porque otros dos de los atacantes que venían rezagados, se corrieron hacia un costado con mucho más miedo que respeto.
Sin perder el paso los viajeros atravesaron nuevamente el atochal, el río y se alejaron hacia el sur. Cuando consideraron que la distancia recorrida era suficiente como para hallarse a salvo, se detuvieron para calmar su agitación, junto a un arroyo que, serpenteante y prepotente, se abría paso entre las rocas. La agitación y la excitación vividas les habían estimulado la sed.
Manuel mojó toda su cara restregándose con placer las manos en ella y, un poco más clamado que al llegar al lugar, preguntó:
- ¿Por qué debías volver? ¿Qué es lo importante que abandonabas en la cueva?-
El nazarí, realizando casi la misma acción que el muchacho, mojó su rostro, luego escurrió las gotas que sobraban en sus ojos, dio un profundo suspiro y dijo, con confianza implícita hacia Manuel en su respuesta:
- Soy el médico de Muhammad, el sultán de Granada. Él se encuentra enfermo de los pensamientos, nada poco común para un hombre de ochenta años, pero lo necesitamos lúcido, para ello estoy trabajando y necesitado de hojas de ginkgo comencé a averiguar donde podía hallarlas. Un noble de Sevilla que se encuentra en la ciudad me dijo que en Alcázar de Bayyasa podía encontrar dos ejemplares del árbol. Decidí ir a buscarlos, debía hacerlo en persona ya que no podía confiar en que cualquier otro pudiera reconocer las hojas.-
Algo cansado, pero orgulloso de lo que estaba narrando, se sentó en el suelo y recostó su espalda contra una blanca y rugosa roca tan antigua como el mundo. Manuel hizo lo mismo frente a él.
- No me pareció prudente.- Continuó.- Internarme en tierras de los infieles a caballo y con mis atuendos habituales, por lo que me vestí como un simple campesino y emprendí mi viaje a pie desde Jódar. Al llegar a Bayyasa, tal cual me lo había contado Don Nuño, encontré las plantas de ginkgo y recogí las hojas que necesitaba.-
Muy sabio, pensó Manuel, un hombre a caballo intimida o desafía, ninguna de las dos cosas es buena para pasar desapercibido.
Benazoar arrojó un guijarro hacia las aguas de arroyo y abstraído en su relato continuó:
- Luego no pasó mucho más de lo que no sepas, cuando regresaba, al ver la tormenta decidí refugiarme en aquella cueva que no resultó después, ser otra que la que elegiste tu.-
El joven estaba entusiasmado escuchando la historia, sentía que el médico le ofrecía su confianza y no estaba equivocado, hay solo dos cosas que estrechan rápidamente los lazos entre dos hombres, una aventura o una buena borrachera compartida.
“Que mejor que haber ayudado al médico del sultán para moverme por tierras muslimes”, pensó Manuel.
Una pregunta del hombre le generó una inmediata preocupación y lo estimuló, rápidamente, a explotar su imaginación:
- Y a ti ¿Qué te trae por aquí?


martes, 1 de mayo de 2012

Capítulo II

El deseo de volver a ver a su Aurora cuanto antes y la responsabilidad que sentía por cumplir su misión lo inducían a evitar las pérdidas de tiempo.
“Ya no habrá momentos para siestas”. Pensó mientras transpiraba su caminata bajo el sol de la tarde recién nacida.
El paisaje no dejaba de ofrecer su monotonía de piedras y algún que otro arbusto por lo que, al no distraer demasiado la atención, inducía a la reflexión, pero algo lo sacó repentinamente de su abstracción e hizo que observara todos los alrededores tratando de encontrar algún lugar que le brindara protección.
Desde el Sur y hacia su encuentro, unos espesos nubarrones negros se acercaban amenazadoramente, envolviéndose en sí mismos como si fueran gigantescas olas en su rompiente. Para hacer más intimidante aquella acometida, la oscuridad del frente de tormenta se veía interrumpida, repetidamente, por el centellar de rayos que, de un lado hacia el otro o de arriba hacia abajo, iluminaban el espeso y oscuro cielorraso que estaba cubriendo el firmamento, cantando desentonados con sus gruesas voces de estallido.
La situación era cada vez más y más atemorizante.
Sobre la ladera de unos cerros, a su derecha, Manuel vio como si se tratara de oscuros lunares irregulares estampados sobre ella, las bocas de entrada de algunas grutas y, en busca de reparo, hacia una de ellas se dirigió. Al llegar al pie de uno de los montes encontró un sendero que le permitió trepar con más facilidad.
La tormenta estaba casi encima de él y las primeras gotas de agua comenzaron a hacerse presente, primero de manera aislada y después en forma multitudinaria. Logró llegar a su abrigo y una vez adentro, giró hacia donde habían venido sus pasos para observar el fenómeno que la naturaleza le estaba brindando. Al cabo de unos pocos minutos llovía tanto que el aire exterior estaba casi completamente mojado y las gotas, al caer, danzaban sobre los grises de las rocas o se perdían entre las grietas del suelo hecho de guijarros.
El aguacero fue intenso pero breve, no estaban esas tierras acostumbradas a recibir abundantes lluvias y no iba a ser esa tormenta quien rompiera con esa tradición. Un rato más tarde las nubes escaparon hacia el norte, dejando tras de sí una estela de cielo celeste purificado y todo quedó mojado como único testimonio de su paso.
“El aire es más transparente luego de una buena lavada”. Pensó.
Manuel planeó encender una fogata, la noche estaba cerca y sería buena idea hacerlo para iluminar la gruta, entibiarla y cocinar algo. Dejó su zurrón en el suelo, salió de la cueva y regresó con unos troncos de dos robles que habían intentado crecer entre las piedras, sin lograr llegar a ser árboles, muriéndose jóvenes por causa de lo inapropiado para ello del terreno.
Cuando regresó a la caverna vio sus cosas todas desparramadas y notó la ausencia de sus monedas. Antes de que llegara a entender lo sucedido, de las sombras del interior surgió un hombre trayendo por la fuerza y del brazo a un pequeño de no más de diez años. El niño tenía en sus manos la bolsa de monedas que le faltaban a Manuel de su zurrón y chillaba y pataleaba tratando de librarse de su opresor. Cuando llegaron junto a él pudo observar, con más detenimiento, a aquella persona que había atrapado al granuja Su tez era algo grisácea, sus ojos oscuros se escondían bajo el toldo de unas largas pestañas negras y su boca estaba rodeada por una mezcla de pelos negros y blancos, los cuales no mostraban el límite entre el bigote y la elegante barba con forma de punta de lanza. Vestía una túnica roja, sobre otra más clara, una capa de piel de cordero y un turbante que cubría su cabeza como si se tratara de un vendaje exagerado; se trataba de un musulmán de algo más de sesenta años de edad.
Manuel, sin éxito, intentó recuperar su dinero de las manos del pilluelo, pero el pequeño logró zafarse y salió corriendo hacia el interior profundo de la cueva, al mismo tiempo que de allí aparecían cuatro espartilleros profiriendo insultos y amenazas. Cuando el guardián se dio cuenta de que él y su ocasional aliado estaban siendo atacados, ya había recibido un golpe en el antebrazo, el cual lo arrojó hacia una de las paredes de la cueva. Sus agresores estaban armados con palos y él y el musulmán, además de no tener armas, no se mostraban muy avezados en el arte de la lucha y eran superados en número. De repente desde la derecha aparecieron dos hombres más, con maderos en sus manos. Al guardián la sangre comenzó a hervirle de ira, ante el ataque recibido, tiñéndole la cara de carmín y, aunque se irritaba con facilidad cuando se sentía agraviado, no era tonto, el final de la situación que estaban viviendo no podía ser más previsible, perderían la contienda. Fue entonces cuando vio que el musulmán recibía un golpe en la cabeza y trastabillaba unos pasos, por lo que olvidando su bolsa en el suelo, instó al árabe a huir tomándolo y jalándolo del brazo. Empezaron a correr lejos de sus atacantes, barranca abajo, mientras los espartilleros los siguieron por detrás durante un breve tramo. Luego estos se detuvieron y comenzaron a arrojarles piedras con gran habilidad. Las piernas del guardián eran más rápidas que las de su acompañante por lo que iban más adelante logrando alejarse, cada vez más, del alcance de la pedrada. El retraso del musulmán permitió que una roca lo impactara en la nuca, provocandole que iniciara una caída barranca abajo. Manuel se detuvo procurando ayudarlo, pero nada pudo hacer, vio al muslime pasar rodando a unos metros de él, rebozándose en el reciente barro y acelerando su viaje hasta la base del cerro. El guardián retomó su paso, apresurándolo, hasta que llegó junto al cuerpo, finalmente detenido, del moro. Miró hacia la ladera de la montaña para ver si sus atacantes los continuaban persiguiendo y no vio a nadie hacerlo, ya tenían su botín.
El hombre yacía inconsciente junto a una roca contra la que había chocado. De su cabeza fluía sangre por el corte que la piedra había hecho, a pesar de la protección que debería haberle brindado el turbante, en el cual una rosa húmeda y carmesí, se dibujaba cada vez más grande. La herida parecía de consideración, pero lo que más preocupó a Manuel al verlo, fue su pierna derecha. Como testimonio de que había crujido, entre el rojo de la sangre y el marrón del barro asomaba, tímidamente, el blanco de un hueso roto unos centímetros por debajo de la rodilla.
El guardián se alegró de que el musulmán estuviera inconsciente, ya que semejante lesión le habría provocado un dolor insoportable a la lucidez del hombre. Tomándolo por las ropas, a la altura de los hombros, lo arrastró hasta detrás de unas rocas, las cuales le parecieron un refugio seguro de la vista de los esparteros que pudieran estar rondándolos. Apoyó la espalda del hombre contra un bloque de piedra, miró para todos lados cerciorándose de que nadie estuviese viéndolo y, tocando con una mano la herida de la cabeza y con la otra la de la pierna dijo:
- Haraneo atsa.-
El musulmán lanzó un leve quejido y rápidamente fue volviendo en sí. Al ver a Manuel tan cerca de él tomó una actitud defensiva, hasta que recordó lo que había sucedido un rato antes y se relajo. Analizó en su túnica las manchas de sangre que no concordaban con ninguna herida que él tuviera y dijo algo que Manuel no pudo entender. Las aes poblaban mayoritariamente su decir y solo a algunas pocas palabras, que le había enseñado Morayna, el guardián le encontraba traducción.
- Debemos alejarnos de aquí.- Dijo.
El hombre lo miró extrañado y volvió a decir algo que el joven tampoco entendió. Interrumpiendo un diálogo que no se producía, esté último, le ofreció su mano para ayudarlo a ponerse de pie y, una vez sucedido aquello, comenzaron a caminar en dirección del río.
El musulmán estaba extrañado, no recordaba lo ocurrido después del golpe que sufrió en la cabeza, por lo que no podía entender por qué, aun teniendo evidentes manchas de heridas en su ropa, no tenía ninguna de ellas en su cuerpo, pero lo que si tenía en claro era que el joven que iba a su lado de alguna manera lo había ayudado. Miró al guardián y agradeciéndole le dijo:
- Yukan yazilan-
Manuel reconoció la frase de agradecimiento, la cual es una de las primeras que alguien aprende en otro idioma, y asintió con la cabeza.
Atravesando las gruesas matas de las atochas llegaron al Guadalquivir y, siguiendo su curso corriente abajo, al poco tiempo encontraron el puente por donde cruzaron a la otra orilla. La noche, demorando un poco más en llegar que el día anterior, cosas de la primavera, ya estaba casi encima de ellos. El musulmán encontró unos leños secos al reparo de dos grandes rocas y allí mismo encendió una fogata. Ambos estaban muy cansados. Una vez sentados junto a las llamas el hombre, señalándose a sí mismo con el dedo índice, dijo:
- Avenzoar.-
“Avenzoar”, pensó Manuel, “debe ser su nombre”.
Realizando el mismo gesto que su acompañante dijo el suyo.
- Manuel.- Repitió el musulmán.
Volvió a señalarse con el dedo y pronunció otra palabra:
- Tabiib.-
“Tabiib”, dijo en su cabeza el guardián, “médico”, pensó, esa palabra también la conocía.
Ese fue el único diálogo que mantuvieron aquella noche. Al joven le generó extrañeza, sabiendo ahora la profesión de su ocasional compañero de desventuras, las vestimentas del mismo. Durante sus anteriores recorridas por Al Ándalus había visto varios de ellos y apreciado los ornamentos que acostumbraban a lucir, pero este vestía como un simple mudéjar de las tierras reconquistadas y andaba de a pie.
“¡Qué raro!”. Se dijo.
Manuel tardó un largo rato en dormirse, primero pensando sobre que estaría haciendo aquel médico dentro de aquella caverna y lo que la respuesta que más lo satisfacía era que estaría buscando un refugio ocasional como lo había hecho él. Luego lo invadió la preocupación de tener que seguir viaje sin el dinero y el salvoconducto perdidos.
Un poco más tarde, aunque el cielo estaba plagado de centelleos, a una sola estrella comenzó a brindarle su atención. Imaginó que ella era de Aurora y que sería posible que en ese mismo instante la niña también estuviera mirándola. Fue en ese punto, en el que se sintió compartiendo algo con su niña, lo cual hizo suspirar a su corazón.
Todo aquello le provocó un breve insomnio el cual fue derrotado, finalmente, por el cansancio acumulado durante el día.