viernes, 30 de noviembre de 2012

La bala que apretó el gatillo ------------- Capítulo III

Cuando Ramón llegó al aeropuerto lo estaban esperando el juez colombiano Juan Martín Hurtado Mansilla, con quien había intercambiado correos, y su secretario. Lo saludaron como la eminencia que era, ya que su excelencia en la justicia penal era reconocida en todo latino américa y era bien sabido que pronto asumiría como miembro de la corte suprema y lo condujeron a una limusina con la que se dirigieron al hotel por la avenida separada de mar por el malecón de Santa Marta.
Al llegar a un Resort asomado hacia el Caribe, tomó conciencia de que iba a disfrutar de su estadía allí. El lugar era paradisíaco, un complejo de pequeñas torres de no más de seis pisos que rodeaban varias piletas alveolares custodiadas por palmeras. El lujo estaba al alcance de su mano, como a él le gustaba, y el anonimato, ante la mayoría de la gente que allí estaba, sería el cómplice perfecto de su libertad.
Las primeras dos jornadas del congreso le resultaron algo aburridas ya que no halló grandiosidad en ninguna de las disertaciones y durante las cenas de camaradería se veía obligado a prestarle atención a sus colegas, mientras que sus pensamientos estaban enfocados en los momentos que iría a vivir entre los pasos inmóviles de Mercedes.
El tercer día, luego de la última disertación, se fue solo a caminar por las arenas pálidas de la playa, maravillado por el celeste celofán del mar, que se plegaba por detrás del horizonte, justo en el lugar donde empezaba a germinar una luna enorme y pecosa.
- ¿Algo aburrido, doctor?- Dijo una voz a sus espaldas.
Al darse vuelta reconoció a quien le hablaba, se trataba de Miguel Lazarte, un juez chileno de aspecto extremadamente circunspecto y una calva tan perfecta como la de Esquilo, con el que había mantenido algunas conversaciones en los días anteriores.
- Ah, si un poco. A veces tanto derecho termina cansándome.-
- Si, es así.- Le dijo sonriendo su colega, dando un atisbo de informalidad que no había tenido anteriormente.- No todo en la vida es la ley, doctor.-
Ambos sonrieron y Miguel le pidió si le permitía acompañarlo en su caminata, Ramón aceptó y comenzaron un diálogo amigable y distendido. Se contaron respectivamente acerca de sus familias y su vida cotidiana. Miguel también era casado y tenía cinco hijos, quizás porque era de ese tipo de hombres en las que muchas de sus sinapsis se las produce la testosterona y no un impulso eléctrico. A medida que entraba más en confianza, con el avance de la conversación, se volvían frecuentes las referencias hacia temas sexuales.
- ¿Tiene planes para esta noche, doctor? – Le preguntó a Ramón mientras estaban regresando al hotel.
- La verdad que no, doctor, salvo la cena de camaradería.-
- Bueno, después de ella me gustaría llevarlo a que conozca un lugar, será divertido. Tengo un auto alquilado en la cochera.-
- ¡Cómo no! Me vendrá bien un poco de diversión.- Respondió Ramón a quien su colega le había caído en gracia.
El restaurant del hotel los encontró más tarde aseados y bien vestidos de elegante sport. Al finalizar la cena las miradas de Ramón y Miguel se cruzaron y éste último, alzando sus cejas e inclinando un poco la cabeza, le dio a entender que era el momento de retirarse. Para que los demás colegas no pensaran que estaban haciendo un desaire, primero se fue uno y un poco más tarde el otro, y se reunieron en la cochera donde se subieron al automóvil rentado por Miguel y comenzaron su marcha.
- ¿A dónde iremos?- Interrogó algo intrigado Ramón.
- A Barranquilla, conozco un buen lugar, doctor.- Respondió sin más explicaciones el chileno, generándole una gran expectativa a su nuevo amigo.
Tomaron la ruta noventa que festoneaba la costa de la bahía y luego de una hora de animada charla llegaron a la ciudad. Manejándose como si la conociera desde siempre, Miguel tomó una y otra calle hasta desembocar en la treinta y nueve y llegar al lugar de destino, un enorme night club en donde los recibió un portero quien, a cambio de unos billetes, se llevó el auto a un estacionamiento. En realidad no era que el juez conociera Barranquilla, sino que era la tercera noche en la que concurría a aquel lugar y la segunda en la que lo hacía sin preguntar cómo.
Una vez adentro una camarera vestida casi únicamente con su piel, los condujo hasta el sector reservado para las personas importantes, donde los dos jueces se colocaron la venda de la justicia que les impediría ver todo lo condenable del lugar –Drogas, esclavitud, trata de blancas y quién sabe que otras cosas más-.
La moral es una virtud que se ejerce durante toda la vida aunque a veces los hombres suelen ponerle una pausa.
Se sentaron en un amplio sillón de cuero marrón que abrazaba una mesa y pidieron dos bebidas.
- ¿Le agrada el lugar, doctor?- Preguntó Miguel.
Ramón asintió con la cabeza ya que el ritmo cadencioso de una rumba a gran volumen dificultaba la conversación.
- ¿Cómo les gusta? ¿Rubias o morochas?- Le dijo el chileno transformado en un experto en el movimiento del lugar.
Peña Saborido levantó su mirada y, sin soltar el vaso de whisky, estiró su dedo índice señalando a una rubia voluptuosa que, a unos metros de distancia, pulía un caño vertical al son de la música y a la cual le había echado el ojo apenas habían entrado al club.
Miguel se puso de pie y se dirigió hacía un hombre de smoking que con su pelo negro, brillante de gel, estaba parado junto a una barra. Le dijo algo y regresó. Al poco tiempo la rubia del caño se acercó a la mesa con una amplia sonrisa y pidió un permiso para sentarse con ellos que Ramón concedió también sonriendo. Junto a Lazarte hizo lo mismo una morena a la que el juez parecía conocer. Bromearon durante un buen rato entre vaso y vaso mientras las jóvenes festejaban cada una de las chanzas, con la simpatía que impone el interés. Miguel le dijo algo al oído a su compañera y esta se puso de pie tomándolo de la mano.
- Discúlpeme doctor, en un momento regreso.- Le dijo a Ramón, para luego perderse con su pareja por detrás de la puerta de un ascensor al cerrarse.
El juez se quedó con su rubia en el sillón y fue ella quien le susurró algunas palabras acercando el perfume de su escote a su cara éste, luego de contestarle, se bebió lo que quedaba en su vaso de un golpe para dirigirse luego al mismo elevador que se había tragado a su flamante amigo. En el estrecho interior del mismo la joven lo acariciaba, al mismo tiempo que coordinaba algunos detalles por el tubo de un teléfono interno. Al llegar al segundo piso lo condujo por un pasillo y lo hizo entrar en una habitación en la que no necesitaron deshacer la cama, porque ante una orden del doctor, ella le dio un largo beso arrodillada en el piso. Luego él se higienizó un poco y le dijo:
- Has estado bien, fue un gusto conocerte.-
Le arrojó un poco más que el precio que habían acordado y dejó la habitación con una gran indiferencia hacia ella, sin pretender ningún servicio post venta.
Cuando regresó a la mesa Miguel todavía no lo había hecho, pidió otro whisky y rechazó, con un gesto adusto, a una pelirroja que se le acercó insinuante. Al poco tiempo llegó su amigo con la morena del brazo y una sonrisa tan amplia como su cara.
- Y ¿Qué tal? ¿Se ha divertido, doctor?- Interrogó.
- Si, un rato le he hecho.- Fue la respuesta de Ramón.
Dos horas más tarde llegaban al hotel festejándose sus bromas, con las risas que excarcela fácilmente el alcohol.
Miguel se acostó pensando en Mercedes, quien llegaría al día siguiente, aunque entre pensamiento y pensamiento se infiltraba el reciente recuerdo de la boca de la rubia del caño.

miércoles, 28 de noviembre de 2012

La bala que apretó el gatillo --------- Capítulo II

Mercedes recorría el pasillo del palacio de tribunales meneando con naturalidad sus armoniosos contornos y bamboleando la lisura de su cabellera, mezcla de oros y de cobres; llevaba un expediente abrazado contra la generosidad firme de su pecho y, su cintura, que parecía ceñir con firmeza su cuerpo, generaba la admiración de los abogados que solían esperar ser atendidos en el mostrador del juzgado en lo civil y comercial en donde ella trabajaba.
Sus treinta y dos años de soltería y su experiencia en varios fracasos amorosos le daban a la belleza de su rostro una expresión de mujer fatal. Sería quizás por ello que, a pesar de su carácter amigable con los hombres, muy pocos solían animarse al preludio de una relación con ella. Sería por ello que ninguno lograba conquistar la profundidad de su mirada marrón brillante, la cual daba al infinito.
Luego de golpear la puerta y de escuchar la orden de que entrara, depositó el expediente en el deslucido escritorio de su jefe, el secretario del juzgado, para que perdiera su individualidad entre el papeleo desgreñado que tapizaba al mueble.
- Acá traje lo que me pidió, doctor.- Dijo ella a través de sus labios sonrientes y cautivantes.
El secretario apenas lograba disimular cuanto le atraía esa mujer, inspiradora en él de numerosas fantasías. Era un solterón bondadoso, muy formal y monótono para el gusto de ella, por eso aunque estuviera provisto de una elegancia atractiva para muchas mujeres, Mercedes había rechazado varias invitaciones que éste le había hecho. No le desagradaba el hombre, pero tampoco le atraía, solamente le tenía el aprecio que generaba su bondad. A menudo se preguntaba cómo aún permanecía soltero ya que era un buen candidato para la mujer adecuada.
- ¡Gracias!- Respondió secamente.
- Quiero pedirle permiso para faltar el viernes y el lunes que vienen.-
- ¿Qué tenés que hacer? Interrogó Martínez sin la discreción que su relación ameritaba.
Ella, sin molestarse por lo irreverente de la pregunta, respondió:
- Me voy a tomar unos días de descanso, no muchos, el martes estaré de vuelta. Es un viaje que vengo planeando hace rato.
- ¿A dónde? Si se puede saber.-
- A Brasil.- Mintió rápidamente ella.
- ¿Vas sola?-
El interrogatorio ahora comenzó a generarle molestias, sabía que debía ocultar cosas y no le gustaba mentir.
- Si, viajo sola.- Respondió de manera no muy convincente.
Él algo molesto por los celos que no tenía derecho de sentir, reprimiendo el deseo de no concederle el permiso y logrando dominar su curiosidad, le dijo:
- No hay problema, pero comunícamelo mediante un memo así queda asentado y te autorizo formalmente.-
Ella agradeció y se retiró del despacho dejándole a Martínez la semilla de un suspiro a la que este, con esfuerzo, le impidió germinar.
Mercedes disfrutó mucho de esa semana laboral cargada con la expectativa de su inminente viaje con Ramón. Amaba cada vez más a ese hombre y no era extraño que así fuera, siempre había tenido parejas que la superaban bastante en edad, ya que no le atraían los hombres de su generación por encontrarlos vanos y carentes de la caballerosidad que ella deseaba, aunque nunca ninguna de ellas había sido un hombre casado. Sin saber como ocurrió, se había encontrado de repente involucrada en esta relación prohibida que, en parte, le dolía. Por eso algunas de sus noches solían ser cómplices de las nubes del desánimo, a las que les abrían las ventanas para que fuesen a lanzarle una borrasca al corazón. En ellas Mercedes trataba de que le angustiase poco esa situación. Se había enamorado perdidamente de la inteligencia y de la hombría de Peña Saborido y eso le generaba mayor placer que los desgarradores pensamientos de imaginarlo, mientras no estaba con ella, en su casa con su familia y con su vida. En esos momentos, conscientemente, intentaba pensar en otras cosas porque sabía que la vida real de él no la incluía. Alguna vez él mismo, con una lacerante sinceridad, se lo había dicho. A veces buscaba el apoyo en algún libro, generalmente de autoayuda. Sin embargo en lo profundo de su ser albergaba la esperanza de que aquella situación algún día cambiara, que la vida le regalaría el momento de compartir con aquel hombre, algo más prolongado que los ocultos momentos en habitaciones de albergues transitorios solían pasar.
“Quizás cuando sus hijos crezcan…”
Muchas personas aborrecen al suicida que en un momento repentino y fatal se quita la vida, pero no se dan cuenta de que pertenecen a otro grupo que auto engañándose, se la van quitando de a poco, evitando la culpa, llevándosela tras una y otra bocanada de humo, unos tragos de alcohol o una inyección. Mercedes se flagelaba eligiendo, sin darse cuenta, relaciones que no le convenían y que terminaban dañándola, matándole primero el alma la cual siempre termina llevándose al cuerpo. Las noches habían solido ser testigos de su propia flagelación, pero estas eran distintas, esta vez la alegraba que iba a disfrutar, al menos por tres días, una vida compartida.
El jueves antes de su partida cascabeleaba dentro del viejo edificio judicial, sin intentar siquiera que no se le notara, hasta que se encontró con Fernando, quien era su compañero desde hacía algo más de diez años, en ese lugar, y su mutuo confidente.
El joven tenía la belleza de Adonis, una nariz levemente respingada rodeada de su rostro perfecto, anguloso y lampiño, entre el verde esmeralda de su mirada y bajo el negro azabache de sus cabellos de brillo lacio. Su cuerpo, torneado por la gracia de la naturaleza, fácilmente encajaría en el círculo y el cuadrado de un Vitrubio leonardino. Podría conquistar a la mujer que quisiera, pero a él no le interesaba eso.
- Es un error el que estás cometiendo.- Le dijo.
- ¡Envidioso!- Le respondió graciosamente ella.
- Sabés que no es mi tipo, es demasiado viejo, peludo y poderoso.-
En todo tenía razón el muchacho, Ramón se había vuelto adicto al poder como todo el que lo tiene. Quizás los demás aspectos satisfechos de su vida, la familia, el dinero, las pertenencias, pudieran disimular la codicia de perpetuarse en su puesto e incluso de mejorar el mismo, como estaba a punto de sucederle, pero lo que más llenaba su vida era el poder de disponer destinos ajenos. Ella, un par de veces en el último año y medio, había intentado terminar con la relación exitosamente, pero él al poco tiempo volvía a comunicarse progresivamente hasta que, sin darse cuenta, se hallaba seducida nuevamente y terminando otra vez dándole su primer beso.
- Eso es lo que me atrae de él, su madurez, su inteligencia y su virilidad.
- Bueno, podrás estar tranquila de que no voy a intentar robártelo.- Contestó Fernando haciéndola reír con ganas.-
- Más vale que lo no harás, es mío.- Replicó ella.
Pero esta última afirmación la llevó por un instante a la conciencia de que no era así, que en realidad no le pertenecía. Alejó ese dañino pensamiento enfocándose en sus próximos pasos. Al final de la jornada laboral iría a su casa a terminar de empacar sus cosas y se acostaría temprano procurando que una buena lectura la fuera acunando hasta dormirla.
No tenía amigas, le costaba relacionarse en profundidad con las mujeres, tan solo podía lograrlo con hombres ya que los juzgaba sencillos y prácticos, sin rebusques, aunque ignoraba que prácticamente todos ellos, sus amigos, en el fondo solo deseaban encontrar lo oportunidad de compartir un lecho con ella, sin animarse a decírselo.
Era la hora de la cena cuando el timbre vibró en el aire del departamento que compartía con su hermano, temporalmente ausente. Del otro lado del audífono del portero eléctrico le contestó Fernando:
- Aunque no comparta lo que estás haciendo quiero compartir tu alegría con un brindis.-
Al minuto, recién salida de la ducha, le abrió la puerta vestida solamente con un toallón que apenas lograba cubrirle su sugestión, desafiando la gravedad tan solo por el sostén que le brindaban sus ciento diez centímetros de escote. Fernando entró con una botella de cava de San Sadurní que atesoraba desde hacía tiempo, sin prestarle atención al detalle seductor con el que fue recibido. Ella le dio un abrazo fraternal y un beso estirado en una sonrisa.
Cenaron bebiendo el vino y conversando, como siempre.
- Te va a usar.- Le comentó él.- Te va a llevar a su cama hasta que no le excites más y después te va a dejar. Así son esos tipos, se niegan a perder algo de lo que tienen y quieren siempre un poco más.
Ella bajó la mirada repentinamente entristecida por la crudeza de lo que dijo su amigo y con un suave tono de voz dijo:
- Tengo la esperanza de que no será así, no me ha prometido nunca nada, pero siento que nuestro amor crece, que el de él lo hace y eso no se puede fingir.-
- Espero que así sea.- Respondió Fernando haciendo su tono más amigable y, para cambiarle el ánimo preguntó: ¿Vas a traerme algún regalo?-
Eso le desató una abreviada carcajada a Mercedes.
- Si, espero que haya tiendas para maricas.- Dijo haciéndolo, ahora, reír a él.
El viernes a las 8:00 la encontró a bordo de un remise que carreteaba por la autopista que la llevaba al aeropuerto. Embarcó una hora más tarde y el avión, puntualmente, se elevó mirando al cielo para hacerse acariciar el lomo por él durante algo más de doce horas. Ella estaba tan ensimismada en los momentos que iba a compartir que ni siquiera tomaría real conciencia en lo sucedido entre su desembarco en el aeropuerto de El Dorado en Bogotá y su nuevo vuelo hacia el aeropuerto Simón Bolivar en Santa Marta. Volaba más alto que el avión.

lunes, 26 de noviembre de 2012

La bala que apretó el gatillo Capítulo I

Las prendas que el doctor Ramón Peña Saborido estaba acomodando en su maleta lucían tan pulcras y estaban tan perfectamente dobladas que parecían recién sacadas de una tienda. Al mismo tiempo que hacía eso con entusiasmo, su corazón, aun después de haber estado sesenta años a su servicio, palpitaba juvenilmente. En ese momento estaba lleno de ansiedad y excitación y se sentía adolescente aunque a la vez un hombre fuerte, no solamente un juez. El amor reditado provoca esas cosas a esa edad, incluso en un hombre como él, a quien el juzgar crímenes desde hacía muchos años lo había hecho endurecer su corazón. Atrás había quedado la inocencia de su infancia pueblerina en la provincia de La Pampa, la cual había perecido ante la frialdad a la que induce la frecuente observación de escenas del crimen. La sangre, la crueldad, el cinismo y la impotencia que conoció en su profesión lo fueron transformando en un hombre duro y severo.
No hacía calor por transcurrir un otoño que hacía ya demasiado que había regresado al almanaque y el juez no sabía, en ese momento, que no lograría ver el próximo solsticio. Al fin y al cabo quién puede conocer la fecha exacta de su muerte, ni siquiera un suicida aún no graduado.
- ¿Ya decidiste cuántos días te quedarás?- Le dijo su esposa.
- Si; el congreso culmina el Viernes y voy a aprovechar a quedarme para descansar un par de días más, volveré el Lunes.-
- Pero podrías volver antes y, para descansar, hacer un viaje conmigo el mes que viene.- Dijo ella.
- Podríamos… Pero el nombramiento para el puesto de la corte es casi un hecho y después de eso, por lo menos al comienzo, ya no dispondré de tiempo para viajes o distracciones. Vos sabés cómo son esas cosas.- Se excusó el hombre.
- ¿Y si me tomo un avión y me encuentro con vos el Sábado?- Insistió tímidamente ella.
Peña Saborido dejó la maleta a un lado, tomó por ambas manos a su mujer y mirándola a los ojos le dijo:
- Susana. Son diez horas de viaje de ida y lo mismo de vuelta. No vale la pena viajar durante veinte horas para disfrutar tan solo un poco más de treinta.
Su esposa aceptó el argumento calladamente. Era una de esas mujeres que en un momento de su vida abandonan su propia carrera para vivir a la sombra de la de su marido, acomodándose a un estado de cosas placentero en lo material y en lo carente de desafíos y, para que esa situación no sufriera variaciones era, por inconsciente conveniencia, voluntariamente ingenua. Tanto hacía que sus sueños habían sucumbido ante lo cotidiano que ni siquiera se proponía recordar en que arcón estaría extraviado su título en ciencias económicas. Esa mañana estaba serena, la combinación de pastillas para los nervios, que tanto podían acelerarla o aplacarla demasiado, habían logrado situarla en el punto medio.
- Tenés razón.- Le dijo. – Además, los chicos…-
El juez se sintió convincente y satisfecho, tomó la maleta de su manija y una percha de plástico del cuello, en la cual colgaba terso y enfundado, un traje negro hecho a medida mientras ella se ponía un sacón de piel, para protegerse del frío exterior provocado por el invierno amaneciendo. Los niños, discutiendo a los gritos por una trivialidad perturbaron la paciencia, corroída por la edad, de Ramón quien sin necesidad de levantar la voz, con autoridad corrigió la conducta de estos y todos salieron de la enorme y lujosa vivienda. La adicción al poder no es algo que un hombre así deja en el umbral de su casa al entrar a ella.
Una criada con rasgos guaraníes los acompañó hasta la puerta y le dio sus buenos deseos:
- ¡Qué le vaia bien!-
Durante el viaje de casi una hora hacia el aeropuerto la mujer no hizo otra cosa que hablar, los niños que jugar de manos y él que conducir. El hombre había desarrollado la habilidad de prestarle la mínima atención a ella, como para no parecer descortés pero no tanta como para fastidiarse y alejarse de sus pensamientos. No le gustaba verla mal de ánimo y luego de treinta y cinco años de matrimonio, había aprendido a amarla y no concebía la vida sin aquella mujer a su lado. Él también se aferraba a aquel estado de cosas.
Actores, actrices, los niños, vedettes, parientes, peinados, los niños, amigos, la criada y los niños, alternaron su pasaje a través de los labios de ella, mientras él asentía a la vez que soñaba con lo que estaba por ocurrirle. Esa mañana al señor juez los ojos le brillaban de una manera especial, que su mujer eligió no advertir. Freud afirmaba que todo lo que un hombre hace es impulsado por el instinto sexual o por el deseo de ser grande y esa semana, Ramón, iba a saciar ambas cosas, primero lo segundo y luego lo primero.
- Estoy tan orgullosa de que seas el encargado de cerrar el congreso.- Comentó Susana.- Tus logros son como si fueran míos.-
- Son tuyos también, mi amor.- Respondió él.
El clima ameno al que había arribado el diálogo en ese momento se vio interrumpido por una simple frase de ella:
- El jardinero hace tres días que no viene.
El juez se fastidió internamente sabiendo que esa afirmación que aparentemente no inducía a respuesta alguna, en boca de su mujer si lo hacía. “Me paso todo el tiempo resolviendo situaciones en el juzgado ¿También me tengo que ocupar de eso?” Pensó.
- Llamalo.- Dijo secamente él.
- Ya lo hice, pero no me atiende el teléfono. Seguro que a vos si.- Respondió ella pensando que no podía ocuparse de la casa, de los niños, de la escuela, de todo.
- Cuando vuelva lo llamo.- Contestó él casi bufando.
Llegaron al aeropuerto dos horas antes de la salida del vuelo, Peña acostumbraba respetar a rajatabla los horarios de sus citas ya que nunca quiso ser presa de excusas propias que poco le aceptaba a ajenos. Esto le dio a su mujer la posibilidad de explayarse un poco más acerca de la maestra de lengua de sus hijos. El la miró de una manera especial, sintiéndose un poco culpable por lo que estaba haciendo pero seguro de que nunca le haría daño a esa mujer ya que no lo merecía, era una buena persona, amable, una madre ejemplar y aún conservaba su belleza casi intacta. Más de treinta años llevaban juntos compartiendo alegrías y sinsabores, durante los que habían edificado una familia a fuerza de tratamientos que finalmente, hacía ya doce años, habían logrado plantar en ella la simiente de los mellizos.
Cuando la partida dejó de ser inminente él se dirigió hacia el autobús que lo conduciría al avión, luego de haberle dado un beso a cada uno y decirle a ella que la amaba. Para sentirse seguro revisó, en el pequeño bolsillo del pecho de su saco, si se encontraba la pastilla azul que había sacado de su envase y envuelto en un papel para que no alertara al detector de metales. Ella estaba ahí con su virilidad concentrada.
La experiencia es el camino por el que se arriba a la sabiduría y él llevaba sesenta años transitando por esa ruta y en ella había aprendido lo más importante que hay que saber: aprender a aprender. Por eso sabía que lo que estaba haciendo no era definitivo, que la pasión es como el hambre, con apetito cualquier plato es un manjar, pero una vez que uno se sacia ella desaparece, que el placer del cambio es pasajero ya que al cabo de un tiempo todas las cartas terminan teniendo solamente el menú del día.
Una vez sentado en el asiento de primera clase que le correspondía miró en vano por la ventanilla, con el afán de ver a su esposa y sus hijos pero no logró hallarlos, finalmente las turbinas del avión comenzaron a deshilachar el aire y comenzó a alejarse de la tierra.

La bala que apretó el gatillo - Prefacio

“Fatalmente lo prohibido, como lo hizo aquella fruta ancestral, termina expulsándote del paraíso, entre los gritos de secretos conocidos.”

Prefacio

El aire de la habitación estaba denso y azufrado, como el de aquel cielo de la bíblica lluvia de Sodoma y Gomorra, a pesar del remolino que provocaban en él las cuatro aspas del ventilador de techo que se perseguían unas a otras y en los prolijos pliegues de las cortinas azules podía verse tiritar aún el eco apagado de un estruendo reciente.
Como custodiando la pared del fondo de la oficina una suntuosa butaca de cuero permanecía caliente y frente a ella su compañero, un escritorio estilo chippendale propio de una señoría, mantenía las formas albergando sobre su lomo el retrato de una mujer y dos niños, y carpetas y papeles prolijamente acomodados, salvo uno de ellos que en el centro del mueble lucía, sin arrepentimiento y con arrugas palabras prohibidas de despedida que sus letras pronunciaban, esta vez sin perfume alguno.
A un costado del asiento, sobre la alfombra gris, yacía el cuerpo de una persona que ya no respiraría jamás ¿Un cadáver sigue siendo un hombre o es solo un manojo de carne, huesos y fluidos tendidos en la mesa del banquete de un bacilo? Esto último, creo. A su lado, aún humeante y casi candente, un inmóvil revolver se regodeaba por la eficiente pirotecnia que acababa de ejecutar cuando saludó a su bala.
La tarde que se estaba yendo por el otro lado de la ventana, comenzaba a enfriar las indiferentes almas que transitaban por la calle y en un estante, delante de cuatro tomos del código penal, una radio a transistores goteaba el top que anunciaba las diecinueve horas de aquel lunes fatal.